26 de marzo de 2008

Materializaciones ingenuas de la esperanza

De pronto el movimiento se organiza, y todos voltean en la misma dirección. Algunos se ponen de pie. Otros, los que nunca se sentaron, avanzan rápidamente. Los rostros cambian de expresión luego de una hora de espera: El avión estaba llegando. Quienes hablaban por teléfono realizando coordinaciones para poder partir por tierra hacia alguna ciudad costera, y desde ahí abordar un vuelo rápido y seguro que no los demore demasiado, hicieron una pausa en sus coordinaciones, o bien colgaron sin esperar que el interlocutor se despida. El avión estaba llegando. Los que prefirieron leer aquello que no podrían hacerlo sino en la tranquilidad de una sala de embarque, cerraron sus libros sin marcar la página en la que se habían quedado, quizás porque la próxima vez que se encuentren en estas condiciones sería necesario volver a empezar el libro. El avión estaba llegando. El sonido tosco y grave se acercaba, se volvía más intenso, se hacía nítido, igual que nuestras esperanzas de olvidar la lluvia intensa que había convertido la pista de aterrizaje en un espejo de agua y las zonas en pendiente cercanas en riachuelos de caudal no despreciable. Pero la lluvia de ese momento ya no era la misma. Se había calmado y se mostraba amistosa. El avión estaba llegando.

Entonces, ante nuestros ojos, aparece el carrito en el que el amable empleado de la aerolínea traía café e infusiones para aliviar, en parte, nuestra espera. El movimiento constante de sus duras ruedas, contra el suelo frío y poco lustroso, generaba un sonido continuo, que se magnificaba por el eco del corredor y el alto techo. En medio de esta caja acústica, habíamos confundido la aproximación del carrito con las turbinas del avión que no llegaba. Entonces, sonrisas. Risas. Miradas cómplices entre desconocidos que buscaban compartir la vergüenza propia con la ajena ante la broma de nuestra cándida esperanza. Pero también desencanto. Fastidio. Decepción. Angustia. Las llamadas en espera continuaron, sin explicar el motivo de la pausa. Y quines colgaron, volvieron a llamar. Quienes leían, buscaban la página en que habían interrumpido su lectura. Los menos, se acercaron al carrito de café, a cobrarse en unos cuantos sorbos, el costo de la esperanza caída.

Minutos más tarde llegaría el anuncio que sabíamos que iba a llegar, pero nos negábamos a creer: El vuelo se había cancelado por condiciones climatológicas. Se iniciaría, entonces, el pesado trámite de recuperar el equipaje, buscar alojamiento, pensar en la utilidad que le daríamos a las horas de espera, hasta la mañana siguiente. La decepción era doble. Quizás si el carrito de café no hubiese llegado, estaríamos más tranquilos, más resignados. Pero el habernos sentido tan cerca de la solución; el haber estado a segundos del desenlace esperado (en realidad inesperado) de partir finalmente, y llegar al destino, y tener una breve e inútil anécdota para contar sobre la tarde que casi no partimos; el haber vivido y expresado un alivio injustificado, no tenía remedio.

Luego, ya en la habitación que me albergaría por una noche en la vida, no pude evitar pensar en cada vez que la esperanza me ha jugado una mala pasada, una broma pesada. Todas aquellas veces en que confundí el buen trabajo con el rendimiento excepcional merecedor a un ascenso y un aumento inmediato. El producto del azar con el beneficio merecido. El protocolo con la gratitud infinita. El aprecio con el amor.

¿Cuál vendría a ser, en estos casos, la función de la esperanza y sus materializaciones inútiles e innecesarias? Si bien es la esperanza la que nos mantiene constantes en el esfuerzo, por el simple hecho de alcanzar aquello que soñamos, ¿Por qué debe llevarnos a confusiones que nos hacen sentir torpes, ingenuos, irremediablemente frágiles? ¿Cuál sería, en estos casos, su justificación adaptativa? ¿Cuál su utilidad? ¿Cuál su beneficio?

Ahora estoy nuevamente en la sala de espera, y reconozco los mismos rostros de ayer, quienes también me reconocen y nos saludamos sin cruzar palabras. Aún no hemos olvidado el episodio de ayer. Se nota. Y es recién ahora, que el cielo se ha despejado y parece que saldrá el sol, que comprendemos que nadie prometió que las esperanzas nunca mentirían, y que, al pagar el costo de creer en el futuro, hay que pagar algunos impuestos, injustificadamente elevados, pero, como tales, obligatorios.

La relativa condición de lo que vivimos

Una gota de lluvia golpea mi hombro, haciendo un ruido seco y luego se desvanece. “Te dije que iba a llover” comenté a mi anfitriona, que acababa de decirme que las nubes negras eran parte del paisaje y que el viento estaba en contra. “Cuestión de suerte” debió haber pensado mientras asentía con la cabeza. “Hace un par de días llovió en Lima, y eran gotas grandes, una lluvia de verdad” comenté para seguir con el tema, mientras más gotas atacaban mi casaca, impermeable sólo en apariencia. Ella sonrió: “¿Lluvia de verdad? ¿En Lima? Allá no llueve de verdad” repuso mientras disfrutaba de mi ingenuidad y mi limitada noción respecto al volumen y la intensidad.


Horas más tarde, en el taller que conducía, una persona se presentó indicando que venía de una ciudad extremadamente cálida y que se estaba tratando de acostumbrar al frío. Los demás participantes rieron. “Pero si no hace frío; espérate y vas a ver”. Un leve temor asomó por sus ojos.

Si esto nos pasa con la lluvia o con el frío, ¿no ocurrirá también con todo aquello que pensamos, percibimos y sentimos? En tanto seres irremediablemente subjetivos, estamos destinados a conocer una sola intensidad para cada evento: La nuestra. Esta simple afirmación permitiría comprender por qué un toque de picante podría resultar imperceptible para algunos, mientras otros catalogarían el plato como incomible. Por qué una película intensa para nosotros podría parecer irremediablemente lenta para otros. Por qué el dolor inmanejable de algunos puede ser ridículo para los demás. Por qué alzar levemente la voz es un grito descarado y grosero para quien recibió esas palabras. Pero, ¿quiénes somos nosotros para cuestionar la intensidad que siente ese otro frente a nosotros? ¿Con qué derecho lo corregimos, lo criticamos, lo convertimos en objeto de nuestras burlas?

Sigue lloviendo. Y desde esta perspectiva, asumiendo que la intensidad es una cualidad única y por tanto intransferible, se nos presentan preguntas aún más complejas: ¿Cómo preguntarle a alguien cuánto se preocupa por nosotros? ¿Cuánto nos quiere? ¿Cuánto nos extraña? ¿Cuánto nos ama? En todo caso, ¿qué respuestas esperamos al respecto? ¿Cuál sería la respuesta satisfactoria? ¿“Lo mismo que tú”?

Pensemos ahora en las etiquetas “suficiente”, “demasiado”, “lo justo y necesario”. Y pensemos si aplican a nuestras expresiones emotivas cargadas de intensidad. Quizás funcionen para nosotros, pero ¿Sirven para transmitir al otro esa misma intensidad, tal cual las percibimos nosotros? ¿Son útiles?

Pensemos entonces, si ante la pregunta de esa persona única, sobre cuánto amor sentimos por ella, es mejor esforzarnos por ser creativos y tratar de acertar con la respuesta esperada, o si, simplemente, valdría la pena tomar su mano y cerrarle los labios con un beso, que no acabe sino hasta que haya desterrado para siempre la pregunta.
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