21 de julio de 2008

Consideraciones importantes para antes de empezar a creer en la suerte

En “La suerte está echada” (2005), Sebastián Borensztein nos presenta la historia de un actor que resulta ser una especie de imán para la mala suerte. Y la película va mostrando lo que podría parecer la confirmación de esta idea: Felipe, el actor (el imán, el “mufa”), realmente es presa de una maldición que lo habrá de perseguir hasta el final de sus días.

No obstante, en medio del camino, el discurso va cambiando mientras se avanza en la lectura de un tratado sobre la suerte, un texto que reflexiona en torno al concepto y su verdadero significado. Uno de los principios básicos que rescata este texto (mismo que no sé si realmente existe), supone la alternancia como manifestación básica de nuestra existencia: El mundo está dividido en dos bandos, los que tienen buena suerte y los que tienen mala suerte. Cada uno de nosotros salta de un bando al otro de manera constante y sin remedio.

Valdría la pena, antes de continuar, observar la escena completa, que ya ha sido reseñada en consomé de escenas, blog de LaCebra:



Por lo tanto, la mala suerte, al igual que la buena, depende de la cadena de situaciones que la circundan. Entonces, la mala suerte de quien pierde su última moneda, podría transformarse en buena, si al no tener dinero para tomar el bus, decide ir caminando, y entonces, en medio de la calle, se encuentra con un amigo muy querido y extrañado. El comentario pasa de “maldita moneda” a “bendita moneda” en menos de lo que podemos pronunciarlo.

Luego, la atribución de buena o mala suerte se circunscribe al momento preciso en el que se está generando el comentario, y nada nos garantiza que eso dure, pues sólo el devenir de los acontecimientos podría afirmarlo o contradecirlo. Ser injustamente despedido podría ser asumido como mala suerte. Ser contratado inmediatamente y quedarse con todo el dinero de la liquidación y no verse en la necesidad de utilizarlo, es realmente buena suerte.

Pero, ¿valdría la pena entonces detenerse a esperar lo que la suerte nos depare? Definitivamente no. Y el truco está justo en lo que acabamos de señalar: Dependemos de las circunstancias. Y nosotros somos los únicos capaces de generarlas. Y aunque en ocasiones parezca que somos más bien víctimas de ellas, está en nuestras respuestas y reacciones la posibilidad de hacer que la suerte esté a nuestro favor. Pero no creamos que se trata simplemente de querer, de desear, de esperar que algo suceda. Es más que eso: Es el finísimo arte de tejer circunstancias, una práctica en la que nada nos garantiza que el resultado que obtengamos sea el que esperamos. Entonces, ¿estamos dispuestos a arriesgar sabiendo que perder es una oportunidad lógica, pues, desde el principio de la alternancia, siempre existe la posibilidad de quedarnos en el lado malo?

Como en cualquier otro juego, sólo si somos concientes de las reglas de la suerte es que podremos ganarle la partida. Pero, ¿queremos realmente conocerlas, o preferimos cerrar los ojos con fuerza, aferrarnos a algún amuleto y pedirle a un Dios de quien sólo nos acordamos cuando estamos en apuros?

Yo todavía no tengo respuesta para esa pregunta. Pero estoy aprendiendo que se puede pasar de lo alto a lo hondo, y de lo más hondo a lo más alto. Y luego más hondo aún. Con un simple movimiento, que puede desencadenarlo todo. Una pequeña acción que desatará, por ley, su respectiva reacción, a la que también se podría llamar pequeña. O quizás ya no.

En todo caso, buena suerte.

9 de julio de 2008

Y de pronto una carcajada

Cuando menos la esperaba, de la manera más torpe, frente al televisor, veo a uno de los invitados del programa decirle al anfitrión, luego de recibir una prenda de ropa interior de las propias manos de Elle McPherson, “¿Por qué? ¡Si eres el único hombre en Inglaterra que no la podrá aprovechar!”. Y de pronto, una carcajada se escapa de entre mis dientes. Aflora. Se suelta. Retumba. Y por un instante, me gusta.

Entonces hago el recuento y concluyo que llevo 5 días sin una carcajada. Quizás tú hayas estado mucho más que ese tiempo sin siquiera sonreír y no te parezca gran cosa. Yo lo he estado. Pero lo que no deja de sorprenderme es la forma en que nuestro sentido del humor quiere fluir, sin siquiera ser llamado. No se trataba de una broma brillante – y tal y como la he trascrito luce peor, lo sé –, y sin embargo allí estaba, la carcajada, flotando extasiada por una situación que habitualmente valdría a lo sumo una sonrisa muy breve.

¿De dónde vino la carcajada, así tan sin previo aviso? A estas alturas se me ocurren dos posibles respuestas:
La primera se relaciona con la necesidad irrestricta de autoengaño que vivimos todos nosotros como humanos que somos. Unos más, otros menos, pero, finalmente, todos. La carcajada vendría a ser, entonces, una expresión de lo que quiero vivir, de cómo me quisiera sentir, y me empuja a creerlo, con tanta seguridad que finalmente terminaré por volverlo realidad. Y entonces recuerdo aquellas teorías sobre la emotividad como respuesta al organismo, muy al contrario de lo que se suele pensar. Porque usualmente decimos “como me siento de determinada manera, me expreso de determinada manera también”. En este caso propondríamos lo contrario: “Como me expreso de determinada manera, debe ser porque me siento de esa manera. Entonces, que así sea.” Lugo, la carcajada fue un intento desesperado por contagiar al organismo entero la idea de una existencia alegra, a pesar de ser artificial. Suena torpe, pero finalmente es funcional.

La segunda se relaciona con la necesidad del organismo por mantener el equilibrio, en la forma más básica, mecánica, homeostática, del término. Así como nos quedamos dormidos tras permanecer mucho tiempo en vigilia, o dejamos todo lo que estamos haciendo por un poco de agua cuando llevamos mucho tiempo con sed, podría ser que, luego de días de no reír, especialmente cuando se está acostumbrado a hacerlo, el cuerpo lo pide, lo exige, lo reclama. Y apenas encuentra la oportunidad, lo hace. Sin pedir permiso, simplemente porque sí. Por eso nos quedamos dormidos en la posición más incómoda. O somos capaces de tomar algo que no elegiríamos si tuviéramos la opción de hacerlo. Y el asiento de un bus destartalado es el lugar más cómodo. Y un poco de limonada tibia y sin azúcar es lo más refrescante. Así, ante una mala broma, nos reímos. A carcajadas. Pero, ¿y después?

Quedémonos con los dos ejemplos previos: Luego de dormir la pequeña siesta, volvemos a la vigilia. Luego de beber algo volvemos a nuestra abstinencia. Al menos hasta llegar a la solución definitiva, que quizás tarde mucho en llegar. Asumo que esta carcajada será igual, y tendrá que terminar muy pronto. Y probablemente deba esperar muchas horas para encontrarme con otra. O hasta que la carcajada me encuentre a mí, porque aún no tengo fuerzas suficientes para salir a buscarla, como podría ser la receta sencilla para solucionar el problema. Así que dejaré esto aquí, y seguiré viendo lo que me queda de programa. Quizás alguna nueva mala broma me haga mantener la esperanza.