20 de octubre de 2008

En realidad hay muy poca gente

Es la séptima vez seguida que miro el vídeo e inevitablemente vienen a mí nuevas escenas de cada uno de esos momentos complicados en los que me he sumergido peligrosamente durante todos estos años, en los que, afortunadamente, siempre ha habido alguien que se ha encargado de rescatarme, quizás no temprano, pero sí lo suficientemente pronto como para evitar un mal mayor. Y luego vienen a mí las instantáneas de aquellos momentos en los que yo he sido esa persona, de los que me enorgullezco pero sin hacer alarde, de los que no habré de hablar porque sino perderían la magia.


Piensa en los golpes que has recibido. Haz una buena revista de cada uno de ellos, no solamente listándolos, sino reconociendo su motivo real, la causa en la que no pensaste cuando estuviste nublado por el desconcierto o la furia posterior. Recuerda la escena completa, los detalles mínimos, aquello a lo que no le prestaste atención. Piensa en el dolor posterior, y no me refiero al físico. Y luego piensa en las personas que se encargaron de aliviarlo. Porque no es cierto que uno solo se encargue de eso, ya que, como dice el mismo bunbury en otra canción, "el tiempo no cura nada, el tiempo no es un doctor". Quizás, como dice esta canción, en realidad haya muy poca gente. Realmente muy poca. Pero en esta dinámica de transeúntes perpetuos debemos comprender que no se trata de una cuestión de volumen, de cantidad en bruto, de apilar nombres, o fotos, o rostros. Se trata de conservar la mirada hacia adelante, sin pensar en los golpes que vendrán, sino en las personas que se encargarán de hacer que eso no sea impedimento para seguir avanzando.

Recuerdo claramente una conversación con alguien que, ocasionalmente, caminó por la misma vereda en alguna de estas rutas extrañas de transeúnte, y nos enfrascamos en la discusión de quiénes eran realmente amigos. Nunca llegamos a un acuerdo, y asumo que ya no tendremos más ocasión para poder romper el empate técnico, pues mientras ella defendía la idea de que podían ser cientos, yo me limitada al espacio reservado a los dedos de mis manos.
Hoy sólo sé que en realidad hay muy poca gente. Y es a ellos a quienes empezaré a buscar, apenas cierre estas líneas, por el simple hecho de darles las gracias.

6 de octubre de 2008

En medio del ruido habitual de una sesión de caso

En estos momentos, frente a mí, 35 personas conversan en voz alta. Están resolviendo un caso en el que, a partir de sus decisiones, podrían llevar una empresa a la ruina. O hacerla crecer. Las 35 personas se han tomado muy en serio el rol de personajes clave de sus respectivas instituciones inexistentes, y en estos momentos discuten sobre las implicancias de cada uno de sus próximos pasos. Este es el momento perfecto para equivocarse, pues lo que hagan en el papel, quedará en el papel. Y será objeto de discusión, de análisis, de conclusión, incluso de calificación, pero nunca de reproche, culpa o vergüenza.

En estos momentos, mientras mis 35 se esfuerzan por dar la respuesta más cercana a lo correcto (que saben, por principio, que no existe, pues lo correcto y lo incorrecto son categorías inútiles cuando las variables externas son infinitas), me pregunto por qué tenemos espacios para aprender a tomar decisiones empresariales y no decisiones de vida. ¿Quién nos enseña a aprender a decir hasta luego y no adiós? ¿Quién nos muestra el verdadero costo de perder una amistad? ¿Quién nos conduce a no elegir a la persona equivocada para construir nuestras vidas, y evita que nos precipitemos al fracaso? ¿Dónde aprendemos a plantear escenarios posibles y reflexionar intensamente en torno a ellos? ¿Dónde a mirar en perspectiva y desde fuera de nosotros mismos? ¿Dónde a pensar en los involucrados y el real impacto en ellos?

No existen escuelas de simulación para la vida. Y si las hay, ¿serán efectivas? ¿Es que realmente la simulación garantiza el aprendizaje para lo que no estamos seguros que vendrá? ¿Tendremos mejores alternativas de supervivencia, o al menos la esperanza de una mejor calidad de vida? Recuerdo a Charly García en Desarma y sangra, diciéndome al oído que “no existe una escuela que enseñe a vivir”.

El tiempo acaba de concluir. Los 9 equipos en los que se han dividido mis 35 ya están listos para darme sus respuestas. Y, en medio del ruido habitual, no volveré a estar seguro de la mejor respuesta.