27 de agosto de 2010

Sólo hacer por hacer

Una buena noche de hace un par de décadas, decidí sentarme – o acostarme, no lo recuerdo bien – a escribir. Trabajaba sobre hojas sueltas, la mayoría de ellas impresas por una de sus caras, que heredaba de Papá Nica, mi abuelo materno, que trabajaba para una imprenta del gobierno. Entonces, en el lado B de formatos del Estado que no habían pasado el control de calidad, estampé mis primeras palabras libres, sin que fueran tarea, sin que tuviesen premio de por medio. Simplemente, escribir por escribir. Y si bien mi relación con la escritura ha sido la de un infiel empedernido que en el fondo ama a su mujer, porque sabe que es su vida (pero que no puede evitar abandonarla apenas se le cruza una distracción licenciosa y no necesariamente placentera), podríamos decir que se trata de una relación al fin y al cabo. Y funciona.

Luego llegaron los premios en los juegos florales del colegio – por los que en más de una ocasión casi fui linchado, porque los diplomas en mi colegio eran imanes de golpes e insultos – , y más tarde la universidad, con nuestro pequeño Vórtice, nuestra publicación del taller de creación literaria, el primer libro artesanal. Como todo amor, nace intenso e impetuoso, pero sobre todo, ciego. Años más tarde, cuando la pasión se apaga porque hay que pagar las cuentas y no tuviste el valor suficiente como para poder decidir vivir de tus palabras, la dejas a un lado, la ocultas en casa, te olvidas del beso de las buenas noches.

Por eso empecé a escribir de forma más breve, como artificio para salvar mi relación, porque en realidad creía en ella, aunque estaba demasiado ocupado como para poder dedicarle el tiempo que me hubiese gustado. Y allí descubrí el secreto. Porque la llama se aviva en ocasiones, cuando la relación de casa toma forma de affair, y lo cotidiano se transforma en aventura. Y así, en silencio, me fui llenado de papeles, irregulares, sin mayor coherencia, con una total inconsistencia e inconstancia, pero llenos de palabras al fin y al cabo.

Hasta que un día alguien me dijo “¿Y por qué no escribes un blog?” Yo, que durante mis cuatro primeros años de universidad me había negado a usar computadora porque era una aberración teclear sin fuerza, corregir sin mancha, redactar sin alma, empezaba a sentir curiosidad por este espacio privado que podría ser público. Y un buen día, empecé. Si es que hasta aquí no te has aburrido, me gustaría que, si puedes, saltes a los posts anteriores, y veas la insensata línea de tiempo que carece de lógica. Porque escribo cuando puedo, pero sobre todo, cuando lo necesito. Y escribo para mí. Eso hace que cuando otro lee lo que escribo y me cuenta que sintió algo o pensó algo al respecto, me siento más que satisfecho. Porque hay otro que se encontró entre mis palabras, al menos en algunas. Supongo que es por eso que me causa algo de gracia el afán de algunos amigos por que vote por sus blogs para que ganen premios en concursos, o que les dé puntos en una determinada página que les da mayor exposición, o que los ubica en un ranking.

Y no te confundas: Yo viví para mis premios por años. Pero un buen día descubrí que el mejor premio es saber que aún habitan las palabras dentro de ti y que con un poco de esfuerzo, las puedes exorcizar. Sólo hacer por hacer.

11 de mayo de 2010

Y si todo tiempo pasado fue mejor...

Los refranes y dichos resultan una construcción histórica tan representativa como un edificio emblemático o un símbolo patrio. Y tras tres décadas de ser un usuario recurrente de las frases propias de nuestro idioma, creo que podría empezar a hablar sobre ellas. Empecemos por la que le da título a este post.


Recordamos porque nos viene bien escapar de la realidad cada vez que nos cansamos de ella. Y escapamos. Y nos refugiamos en aquellos lugares seguros y cálidos a los que llamamos pasado. Entonces, por una suerte de magia infalible, aparecen en nuestra mente como proyección de película de domingo por la tarde, los mejores momentos que hemos tenido, todos ellos matizados por el deseo y la intención, que viven juntos en la misma casa que la memoria (tema que será objeto de un nuevo post), creando una especie de “versión alternativa libre” de lo que fue aquella realidad de la que, ya hemos dicho más de una vez, no somos capaces de guardar un registro fiel, pues, a fin de cuentas, nadie sabe bien qué es exactamente.


Lo cierto es que, de pronto se va desdibujando el contorno oscuro de cada figura y queda tan solo la zona clara y precisa. Esa es la historia de nuestros recuerdos retocados, como fotografía enviada al especialista para que la reviva, parche las zonas perdidas, elimine al personaje desconocido (o detestado) y las manchas de la pared, y hasta amplíe la sonrisa para hacer del documento gráfico una inequívoca muestra de completa felicidad.


Trata, trata un poco más, y verás cómo, en medio de esas historias, desaparecieron las grietas, se compusieron las cosas rotas, y el calor más sofocante o el frío más despiadado se transforman en templado clima de media estación. Y así.


Entonces, “todo tiempo pasado fue mejor” no deja de ser más que una ilusión de las que nos queremos creer porque nosotros mismos nos las inventamos. ¿Qué hacer entonces con cada uno de esos recuerdos, ahora que sabemos que no son fieles? ¿Servirán para ocultarnos ahora, o es que acabamos de darnos cuenta que estamos desnudos? “Todo tiempo pasado fue mejor”, quizás sería la frase que nuestros primeros padres estarían autorizados a repetirse cada vez que comprendían el lugar al que no habrían de volver. Y si no habremos de volver, ¿de qué nos sirve pensar en ello?


Todo tiempo pasado nos trajo hasta aquí. Como tal, no es ni mejor ni peor. Simplemente es. ¿Mañana? Depende de hoy.

2 de mayo de 2010

El rol de quien desea hacernos mal

Piensa en una persona que hoy te quiso hacer daño. Y que no se trate de un encuentro fortuito o una situación pasajera. No. Piensa en esa persona que parece que encontró el sentido de su vida en hacer la tuya simplemente imposible. Y lo disfruta.

¿Cuál sería la verdadera razón por la que alguien, sin aparente motivo, decide hacer de nosotros víctimas para convertirse en victimarios orgullosos, ejecutores de torturas que sólo ellos disfrutan? ¿Es acaso tan placentero ver sufrir a otro en manos nuestras? Podríamos probar. O podríamos no hacerlo, porque simplemente no nace de nosotros la simple idea de hacerle pasar a otro algo que no se merece.

Merecer el sufrimiento o el dolor es una idea clave en este contexto. ¿Qué es lo que merecemos cada uno de nosotros? Por un segundo detente y responde a esta simple pregunta: ¿Qué es lo que realmente me merezco? Y luego mírate. ¿Por qué no soy quien merezco ser? Sé que me lo merezco. El resto corre a cuenta de nuestras ideas sobre la justicia.

Entonces, en medio del espiral de ideas y contraideas que se arremolinan en nuestra cabeza, surge el principio genial: Si yo no me lo merezco, ellos tampoco. Pero ellos son demasiados, así que podría empezar por uno. O dos. O tres. Pero no más. Y es así como inicia el sencillo trabajo de seleccionar a las víctimas de nuestro descontento. En poco tiempo las tenemos listas y esperando. Generalmente son las que sonríen más, las que tienen más, las que poseen aquello que deseamos, no, que codiciamos y que sabemos que no tendremos. Y nos enfocamos en ellas y volcamos hacia ellas nuestros intentos de maldad.

Entonces, ¿qué podemos hacer nosotros? ¿Simplemente no demostrar que somos felices, y así dejar de ser blanco fácil? ¿Señalar a un otro que pueda ser más feliz que uno para salvarnos de ser víctimas? ¿Salir corriendo? Son alternativas. Pero a mí se me ocurre una mejor pregunta: ¿Cuál es el rol de esas personas en nuestras vidas? Porque así de fácil no nos las vamos a poder quitar de encima, y no podemos permitirnos que se salgan con la suya.

Leí en algún lugar una frase atribuida al Dalai Lama, que indicaba que nuestro peor enemigo es nuestro mejor maestro. No sé si sea de él la frase, pues la fuente no me resultaba confiable, pero lo que sí sé es que esa frase encierra una gran verdad. Y la respuesta a mi pregunta.

El rol de las personas que nos desean el mal, y que hacen hasta lo imposible por lograrlo es el de poner a prueba nuestras fortalezas y deseos. Si nos hacen desistir en algo es porque en realidad no queríamos ese algo. Si nos llevan a dudar de nosotros es porque no estamos seguros de quienes somos. Si nos llevan a la frustración, estamos ante una imagen de nosotros mismos que nos debería llevar a la acción. Y es eso: Un llamado a la acción, una invitación a creer, a intensificar, a valorar.

Mi madre, que era simple, directa y sabia, un buen día, cuando me vio explotar de cólera contenida contra una persona con la que trabajaba por aquel entonces, y que me hacía la vida imposible, me dijo con calma: “Mañana vas a ir, le vas a dar un beso y la vas a abrazar. Y mientras más la quieras odiar, más la vas a abrazar. El odio sólo te hace daño a ti.” Y en son de broma fue lo que hice. Y el resultado fue inesperado: Tenía delante de mí a una persona que había dejado sus armas en el suelo, completamente confundida y sin comprender qué estaba pasando. Desde ese día, empecé a entender de qué se trataba el juego.

Empecé a escribir este post para tomarme con calma la jugada maestra de alguien que me acababa de privar de algo muy importante para mí. Quizás para siempre. Y es a ella a quien se lo dedico, porque me invitó a volver a escribir, luego de varios meses de no hacerlo. Y porque me invitó a creer en más cosas de las que ella misma podría imaginar. Muchas gracias, maestra, y espere las flores que le enviaré como muestra de mi respeto.