29 de agosto de 2012

El hombre y el sueño de no ser el único animal consciente

En el asiento plástico, frío e incómodo - pero aún así, amable - de un aeropuerto, leí por primera vez The Cambridge Declaration on Consciousness, documento en el que científicos - no solamente del campo de las neurociencias - soportan la idea de que los animales no humanos tienen procesos análogos a los de nuestra consciencia. Pudo ser uno más de los artículos que reviso sin mucho interés, pero tratándose de un tema que me interesa desde antes de saber que así se llamaba, me detuve en él. En realidad el tiempo se detuvo para el aeropuerto. O al menos para mí. Decenas de ideas empezaron a dar vueltas, algunas muy antiguas (felices tras salir de su encierro que llevaba en algunos casos más de una década), y otras muy nuevas (una de ellas nació en ese aeropuerto, aunque cuidé que nadie escuche el grito que indicaba que estaba viva y saludable).
Muchas de ellas tomaron forma de pregunta, que luego transformé en imágenes, que fueron más allá del texto, generando una serie de postales en mi mente, quizás equivocadas pero intensas (y es que nacieron de mi imaginación y no del estudio), que más o menos tenían esta forma:

Cassandra, quien vive en casa desde hace 12 años, reacciona violentamente ante los extraños... Y lo sabe. Ella siente algo por ellos, algo equivocado, y aún a su edad - tal y como decimos de los adultos mayores de nuestra especie - tiene la capacidad y el derecho a cambiar ese hábito. Y quizás también lo sabe.

El toro en medio de la corrida, siente la tensión de estar ante un numeroso público al que no conoce. Lo abruma. Trata de salvar su vida haciendo lo único que sabe que puede hacer. Y un enemigo luminoso, acaba con él en una lucha desigual, injusta y cobarde. El toro no espera la estocada final, espera piedad de un animal mucho más evolucionado, que no significa en absoluto que sea más sabio, o bondadoso. Pero eso lo descubrirá demasiado tarde.

Una familia de pollos vive junto a otras familias en el hacinamiento extremo de un galpón industrial. Poco espacio para movilizarse, poca estimulación en medio de tanto blanco, poca razón para vivir. Quizás por las noches, en secreto, sueñan con campos infinitos en los que usan los músculos que no comprenden por qué, dado el uso de hormonas sin su consentimiento, crecen sin una explicación clara.

Hace algún tiempo, ocurrió una tragedia en el jardín de casa. La pareja de pericos que vivía en una jaula, no era más una pareja. Uno de ellos yacía sin cabeza en el piso del espacio común. ¿Asesinato pasional? De ser así, ¿la jaula sería, finalmente, el lugar adecuado para pagar por este crimen?

La idílica escena del perro que cuida el cuerpo sin vida de su compañero atropellado por un auto, se convierte en una estampa real de lo que representa la fidelidad, ahora sin ser metáfora. ¿Estaría un amigo tuyo en las malas contigo, incluso cuando ya no tengas vida?

Un grupo de gatos decide convertir el exterior de una iglesia en un parque su hogar. En este espacio transcurren momentos de descanso alternados con hazañas gloriosas de cacería nocturna. Es su territorio, su espacio. Pero de pronto un día los humanos se hartan de ellos. ¿Qué sentirán ante el inminente desalojo? ¿Y qué hacia aquellos que los defienden y piden su permanencia?

Y así, las imágenes siguen apareciendo, pero en el fondo sólo queda una gran incógnita: ¿Seremos capaces de cambiar la forma en que tratamos a los animales, ahora que sabemos - o al menos suponemos - que al igual que nosotros, saben lo que ocurre y sienten lo que les pasa?


Yo sólo sé, que al llegar a casa, la mirada de sus habitantes no humanos fue correspondida de una manera distinta.

26 de agosto de 2012

Identidad sin generalidad

Ayer por la tarde salí a pasear por una de mis ciudades favoritas. Cuando se trata de un viaje de trabajo, difícilmente puedo darme ese pequeño lujo por lo ajustado de los itinerarios, pero afortunadamente no encontré avión de regreso para ayer mismo (y por eso estoy escribiendo ahora, que el cielo aún no azulece, desde el aeropuerto)
Caminando entre vendedores de artesanías me encontré con un taller, el único en la zona, donde un pintor trabajaba con dedicación dos lienzos al mismo tiempo (aunque, para ser honestos, uno de ellos estaba secando y nunca lo tocó). Los años me han enseñado a reconocer al artista y distinguirlo del copista por necesidad, que (re)produce en serie y sin mayor gesto. Don Leoncio era de los primero, una especie que daba por extinta en este tipo de lugares. Así que, con curiosidad de transeúnte, empecé a conversar con él.
Media hora más tarde, minutos más, minutos menos, y luego de hablar de la técnica y los materiales, empezó a contarme su dilema, que era justo la raíz de mi curiosidad: Pertenecer a esa primera especie.
Le preocupaba que sus "vecinos" vendan indistintamente objetos de diferentes culturas, y que les diese igual si era una cerámica de Chulucanas o un tapiz con las líneas de Nazca. "Eso no es nuestro. No es de aquí. El turista va a pensar que todos somos lo mismo. Y eso no es cierto."
La preocupación de Leoncio era también la mía (trasladada a mi modesta realidad, claro). Aunque nunca la sentí tan viva como él. Leoncio podría estar replicando escenas de otras regiones, y daría lo mismo pintar con su destreza una panorámica de Machu Picchu o una escena de pesca en caballitos de totora. Pero no. Y en sus obras - hechas sobre lienzo grueso o madera de eucalipto, el árbol que crece en los territorios que rodean su ciudad - trata de reflejar escenas que son sólo suyas, y de sus "vecinos".
"Esta vestimenta sólo la ves aquí (señalándome la pintura de dos campesinos caminando con sus bultos). Y esta mirada es nuestra (mostrando la imagen de una niña tan bien pintada que sentí la fuerza de sus ojos, desconfiando del transeúnte extraño que mira sin respeto)."
Y era cierto. Tan cierto como el cuestionamiento de la falsa necesidad de ser tan iguales que terminaremos siendo piezas intercambiables. Estudiar lo mismo, trabajar en lo mismo, responder lo mismo, vestir lo mismo. Le hemos llamado versatilidad en medio de este mundo que nos exige hacer de todo, y ese todo es el que nos lleva a no significar mucho. Probablemente a significar nada. Entonces reviso en silencio cuáles son mis obras, si son únicas, si reflejan una realidad que es la mía y la representan con orgullo, si me siento cómodo con esta piel y con este oficio. Era demasiado para una tarde.
Me despido y regreso a la plaza con todas mis preguntas, y el extraño propósito de firmar mis obras, no como muestra de pertenencia, sino de identidad.