19 de junio de 2013

De gatos suicidas y gallinazos enamorados

Hace unos días, cuando el gris retomada por asalto su ciudad de procedencia - ganando una batalla, mas no la estación, que le es esquiva hasta este momento - dos escenas en la misma vía rápida en menos de cinco minutos se encargaron de recordarme que hacía buen tiempo que no volvía a esta bitácora.
En una curva, en ese espacio de tierra que divide lo que va de lo que viene, el cuerpo de un gato. Intacto en su forma. Pero con al menos un par de días de fallecido. Su pelaje ya sin brillo, aún dejaba ver la imponencia de lineas doradas que cubrieron su cuerpo, y ahora se apagaban sin remedio. M|e lo imaginé en su vida previa, andando entre jardines, dejándose tocar sólo por la mano a la que consideraba digna, sabiéndose sutilmente perfecto en medio de tanta imperfección. (Cierto, quizás no fuera así, pero así me lo imaginé en ese preciso momento).
Pensaba aún en el gato cuando tuve que detenerme por el tráfico - sí, en algunos momentos, hasta las vías más rápidas de rápidas solo llevan el nombre - y sin mayor esperanza de llegar a mi destino a la hora que me había propuesto, decidí perderme un momento en el gris del cielo, pero no pude. Dos gallinazos en danza de cortejo, dibujaban líneas ondulantes en el cielo. Se posaban en un techo. Se acercaba. emprendían nuevo vuelo, nuevas formas, nuevas danza coreografiada al milímetro. Iban y volvían, planeaban, se lucían, brillaban.

Un claxon y la necesidad de volver a la ruta acabaron de pronto con la escena.

El resto del camino me la pasé pensando en estas dos caras de la misma idea: Que lo hermoso de pronto se opaca hasta volverse grotesco, y que lo grotesco en algún punto merece ser considerado hermoso. A fin de cuentas, la belleza reside en el perceptor. Y podría ser que no dependa tanto de su capacidad de enjuiciamiento, sino de su voluntad de proyección. De cualquier manera, mi ruta sigue siendo larga.