10 de diciembre de 2007

Empezando por el principio (parte 1)


La primera vez que escuché "Procedimientos para llegar a un común acuerdo" (Panda, 2006, Amantes sunt Amentes) me pregunté si es que el diálogo entre los dos protagonistas de la canción podría llegar a ser real dentro de la vida de un ser humano promedio, como podría serlo yo, o como podrías serlo tú. La segunda vez me pregunté por las veces en que me hubiera gustado decirlo de la misma forma en que lo hacía el personaje de la canción. La tercera, me pregunté por qué no lo hice así.


Seamos honestos: Nos gusta mentir. Por tanto, ser honestos no nos gustaría, de tal manera que más de uno diría que no es cierto, que es una exageración, que es un simple juego de palabras. Y haciéndolo, reforzaría esta débil teoría: Nos encanta mentir. Y quizás por ello construimos nuestras relaciones no sobre las personas que somos en realidad, sino en torno a los personajes que proyectamos ante los demás, y que en muchos casos elaboramos de manera exclusiva para ese otro que nos observa con curiosidad, y de quien esperamos más que eso. Interés. Proximidad. Cariño. Pasión. Amor. O algo por el estilo. Dentro de esta dinámica, nos convertimos en actores brillantememte versátiles, capaces de mutar de piel a una velocidad impresionante, en un acto de prestidigitación admirable.


Pero, ¿por qué no simplemente decir, como en la canción "tengo que advertirte, tienes que saber, que igual no estaré al amanecer, crees que sólo te quiero para una vez, pero sabes qué, dos estaría bien..."? ¿Y qué si esa frase fuese la mayor muestra de honestidad? ¿Por qué alabar cada milímetro de esa otra persona a cambio de un beso, sutilmente forzado, al final de la noche? ¿Por qué pasar un día entero aparentando interés cuando lo único que se desea es probar a la otra persona al final de la jornada, en el sentido más carnal que permite el término? ¿Por qué ofrecer una vida entera de fidelidad cuando no tenemos claro qué es lo que estaremos haciendo mañana? O cómo. O con quién.


No obstante, nos escandalizamos si alguien decide dejar entrever sus reales pensamientos, sus verdaderas intenciones. De ser así, asumiendo esta idea como premisa básica de la sana conviviencia, comprendemos por qué se asume que la realidad no existe, y que el mundo no es más que una convención, producto de la suma de todas las mentiras que nos contamos, con la única misión de vernos mejor de lo que en realidad somos.


Luego, ¿agradeceremos la brutal muestra de sinceridad o preferiremos vivir de la cordial farsa a la que nos aferramos con dientes y uñas, como último recurso antes de pensar que todos son en realidad como uno?

4 de diciembre de 2007

Desde la mente de un Húsar de Junín


En 1924, luego de un brillante despliegue de valentía y coraje, Simón Bolivar decidió cambiar el nombre de "Húsares del Perú" a "Húsares de Junín", como el recuerdo eterno del poder que hace capaz convertir una derrota en victoria. Y como parte de ese recuerdo, hasta nuestros días, los Húsares de Junín utilizan sus clásicos uniformes, que le agregan colorido a nuestra Plaza de Armas. Vigilantes indescansables de las puertas de Palacio de Gobierno, son parte de mis primeros recuerdos de infancia, cuando pasear cerca de ellos era suficiente para hacer que el viaje de cerca de una hora en un micro repleto valga la pena, e incluso justifique el viaje de vuelta. Por aquel entonces pensaba que se tratada de uno de los mejores trabajos del mundo: Ser reconocido y saludado por todos, "vivir" en la Plaza de Armas, poder disfrutar de la vista, de las familias, de las parejas, de los transeuntes.


25 años más tarde, me pregunto si la percepción que tenía en aquel entonces sigue siendo la misma. ¿Qué se sentirá ser un Húsar de Junín? No puedo negar mis deseos de, como en la película, poder encontrar una puerta secreta que me conduzca a la mente de uno de ellos, aunque luego me expulse a un lado de alguna carretera cercana. ¿Será así de fascinante como lo imaginaba entonces, o, por el contrario, será decepcionantemente aburrido?


¿Qué pasará por la mente de un Húsar de Junín mientras realiza su guardia, inmóvil, mirando ese armónico caos llamado centro de Lima? ¿realmente lo verá? ¿O habrá aprendido a cerrar los ojos teniéndolos abiertos, y entregarse al peligros ejercicio de fantasear? ¿Pensará en los problemas de la casa, en las cuentas, en las buenas intenciones de sus vecinos, en la mujer a la que aún no se atreve a hablarle? ¿Habrá inventado algún juego para sí, que no podrá compartir con los demás, sino hasta que pueda recuperar la movilidad? ¿Contará a todas las personas que utilizan ropa amarilla? ¿Buscará las peculiaridades de los visitantes accidentales de su gran patio delantero, como una barba extremadamente largo, unos cabellos azulados, una tonalidad inusualmente parduzca de piel? ¿Memorizará las rutinas de las personas habituales, y tratará de anticipar los acontecimientos, sintiendo por un segundo que puede controlar el mundo que lo rodea? ¿Envidiará a ese otro que camina delante de él y tratará de cambiar de posición, aunque sea por un instante, aunque luego, como en la película, sea expulsado a un lado de alguna carretera cercana?


No lo sabemos. Quizás únicamente podamos desprender dos cosas ciertas: La primera, que dada la velocidad que le imprimimos a nuestras vidas, quizás deberíamos proponernos ponernos de pie, cuidando aquello que honramos, con la promesa de defenderlo a muerte de ser necesario, y mantenernos así, quietos, al menos durante una jornada, mientras nuestra mente se echa a volar. La segunda es más simple: Lo mejor sería preguntar a uno de esos personajes a qué le dedican su tiempo y acabar con tanta especulación, pero ¿acaso seguimos creyendo ingenuamente que la verdad nos hará felices?


19 de noviembre de 2007

Reflexiones ante un espejo (parte 1)



Partamos de un supuesto: El ser humano - junto a algunos otros primates - y los delfines, compartimos la rara capacidad de reconocernos en nuestros propios reflejos. Durante décadas, se han realizado experimentos diversos en busca de otras especies cuyos integrantes sean capaces de verse a sí mismos en las imágenes que proyectan los espejos que se colocan frente a ellos, y no a algún otro miembro de su propia especie. Algunos de estos experimentos han tenido éxito, y gracias a ellos hoy conocemos a una elefante hembra que "sabe" que es ella quien mueve rítmicamente la trompa delante de sus propios ojos, y un caballo que prefiere uno de sus perfiles más que el otro. Lo cierto es que, más allá de particularidades y datos anecdóticos - que por ello no dejan de ser fascinantes - los seres humanos poseemos una condición casi única en el mundo: La capacidad de reconocernos al mirarnos.

Podríamos cuestionarnos entonces sobre el real significado de la decisión de Némesis como castigo a Narciso, llevándolo a enamorarse de su propio reflejo, a tal punto de morir - literalmente - por él. ¿Cuál sería nuestra reacción ante nuestro reflejo si no fuésemos capaces de comprender que somos nosotros mismos? ¿Cuántos de nosotros nos gustaríamos, nos interesaríamos, desconfiaríamos, huiríamos, gritaríamos? ¿Cuántos de nosotros alejaríamos la mirada o esperaríamos que sea ese otro quien lo haga? Y al hacerlo al mismo tiempo ¿pensaremos que fue el otro quien perdió?

Es el espejo quien nos ayudará a generar esa primera imagen de nosotros, para luego poder dibujarnos de memoria. Y es el espejo a quien llegaremos a temerle. O más bien al reflejo que éste proyecte de nosotros. Conozco casas sin espejos. Y conozco espejos que favorecen a sus dueños (como espejos que estilizan la figura, o bien que se encuentran en zonas donde hay mucha o poca luz, dependiendo del caso). Tenemos el espejo eterno de la fotografía (y somos capaces de desechar 100 imágenes porque no son "fieles a nuestra real imagen") y el espejo farsante del vídeo (que engorda, ensombrece, arruga, entristece a quienes no se sienten conformes con su propia imagen); el espejo casual (la fachada brillante de un edificio, la superficie recién lustrada de un auto, la taza de acero inoxidable, e incluso la tapa de una olla) y el espejo demasiado intencionado de las carteras y el maquillaje.

Y así, podemos pasarnos la vida buscando la imagen que mejor justicia nos haga, pero ¿será cierta? O, para ser precisios, ¿será más cierta que la imagen que algún otro de la especie, que no se reconozca en nosotros y por tanto comprenda que no somos iguales, se haya formado de nosotros? No conozco casos de animales de otras especies que se hayan sentido inferiores, que se hayan deprimido o hayan decidido poner fin a sus existencias por encontrarse poco atractivos ante un espejo. No conzoco animales bulímicos. No conozco animales con fobia social por algún defecto físico. El motivo en el que quiero creer es sencillo: Porque su real espejo son los otros. Otros en los que nosotros, seres humanos ingenuamente considerados superiores, preferimos no creer, por múltiples razones, cada una de ellas más elaborada y convincente que la anterior, sin darnos cuenta que nuestros propios sentidos son quienes más disposición tienen a engañarnos a nosotros mismos.

Pero, aún sabiéndolo, ¿estamos realmente dispuestos a mirarnos en el espejo verdadero?