La primera vez que escuché "Procedimientos para llegar a un común acuerdo" (Panda, 2006, Amantes sunt Amentes) me pregunté si es que el diálogo entre los dos protagonistas de la canción podría llegar a ser real dentro de la vida de un ser humano promedio, como podría serlo yo, o como podrías serlo tú. La segunda vez me pregunté por las veces en que me hubiera gustado decirlo de la misma forma en que lo hacía el personaje de la canción. La tercera, me pregunté por qué no lo hice así.
Seamos honestos: Nos gusta mentir. Por tanto, ser honestos no nos gustaría, de tal manera que más de uno diría que no es cierto, que es una exageración, que es un simple juego de palabras. Y haciéndolo, reforzaría esta débil teoría: Nos encanta mentir. Y quizás por ello construimos nuestras relaciones no sobre las personas que somos en realidad, sino en torno a los personajes que proyectamos ante los demás, y que en muchos casos elaboramos de manera exclusiva para ese otro que nos observa con curiosidad, y de quien esperamos más que eso. Interés. Proximidad. Cariño. Pasión. Amor. O algo por el estilo. Dentro de esta dinámica, nos convertimos en actores brillantememte versátiles, capaces de mutar de piel a una velocidad impresionante, en un acto de prestidigitación admirable.
Pero, ¿por qué no simplemente decir, como en la canción "tengo que advertirte, tienes que saber, que igual no estaré al amanecer, crees que sólo te quiero para una vez, pero sabes qué, dos estaría bien..."? ¿Y qué si esa frase fuese la mayor muestra de honestidad? ¿Por qué alabar cada milímetro de esa otra persona a cambio de un beso, sutilmente forzado, al final de la noche? ¿Por qué pasar un día entero aparentando interés cuando lo único que se desea es probar a la otra persona al final de la jornada, en el sentido más carnal que permite el término? ¿Por qué ofrecer una vida entera de fidelidad cuando no tenemos claro qué es lo que estaremos haciendo mañana? O cómo. O con quién.
No obstante, nos escandalizamos si alguien decide dejar entrever sus reales pensamientos, sus verdaderas intenciones. De ser así, asumiendo esta idea como premisa básica de la sana conviviencia, comprendemos por qué se asume que la realidad no existe, y que el mundo no es más que una convención, producto de la suma de todas las mentiras que nos contamos, con la única misión de vernos mejor de lo que en realidad somos.
Luego, ¿agradeceremos la brutal muestra de sinceridad o preferiremos vivir de la cordial farsa a la que nos aferramos con dientes y uñas, como último recurso antes de pensar que todos son en realidad como uno?