10 de octubre de 2009

Y ahí va... (Una letra para que la cante Mercedes)

A mamá siempre le gustó cantar. Creo que por eso me gusta a mí. Y creo que por eso conocí a Mercedes. Mamá me la cantaba de pequeño, y sólo a veces me la hacía escuchar. No por egoísta, y mucho menos por estricta, sino porque casi no tenía casettes. Y menos long plays. Por eso, para escucharla, había que esperarla en la radio.
Sé que la conoció en la universidad, y que la hizo suya para regalármela a la hora de hacerme dormir. Luego, la cantaría cuando quería recordar esos momentos irrepetibles: Los de la universidad, o los de mis primeros sueños intermitentes.
Décadas más tarde, cuando di mi discurso de graduación del Máster - que ahora recuerdo que prometí colgarlo en algún lugar para que lo puedan leer mis compañeros y que luego olvidé hacerlo - entre los agradecimientos habituales, hice un alto y mencioné a mamá, y para acompañarla repetí la frase de Fito Paez, diciendo que era "parte del aire", porque no se me ocurrió otra mejor, y porque es verdad.
Hoy, Mercedes también es parte del aire, y me siento cada vez más convencido de que se trata de la mejor frase para poder describir la situación en la que se encuentra aquella persona que dejó de ser una para volverse parte de todos.
Es quizás por eso que me cuesta dar frases de aliento, igual que llorar en los funerales, porque no lloraré ante un cuerpo que sucumbió por debilidad, sea cual fuere la causa secundaria. ¿Recuerdan mi teoría inconclusa sobre la naturaleza del transeúnte? Si es en parte cierta, ¿No estaríamos llorando de manera egoísta por alguien que ya no ocupa un espacio para nosotros? ¿Y por qué no celebramos lo que nos queda? ¿Y por qué no recordamos con aprecio la marca que llevamos y que no se borrará con nada? ¿Y por qué no escuchamos las canciones que se quedaron colgando, en el aire, y que se repetirán sin cansancio, con cada soplido de viento inofensivo, pero cargado de significados?
De pronto el tiempo se detiene y empezamos a mirar las cosas que nos rodean con otros ojos, efecto de un corazón que late más fuerte cuando ya no pertenece a su cuerpo.
Y aví va, la Negra preciosa, parte del aire, presente en cada una de las cosas que nos la recuerdan.
Ahora, Mercedes, si me equivoco, y si no estás aquí, sino más bien allá, y nos puedes escuchar, te diría que busques a una mujer de voz dulce y afinación natural, que está cantando una de tus canciones. Quizás sea mamá, y se alegre, al saber que no tendrá que esperar a que te pasen por la radio, para poderte escuchar.

2 de septiembre de 2009

Deberías saber por qué... (Relato inconcluso en tres escenas)

Escena 1
Lo vi a través de las cámaras de un noticiero que me resultaba completamente nuevo, tocando por primera vez luego de meses, en un pequeño escenario, en medio de una plaza que no era para nada el lugar en el que me lo había imaginado. Y allí estaba, volviendo a la vida, habiéndole ganado a quien lo tuvo prisionero por décadas. Era él. O quizás no. Quizás era alguien nuevo, a quien nunca había conocido.


Escena 2
La cola para las entradas había sido muy larga. El buen César, que simplemente lo detesta, se había comprometido a comprárnoslas usando su tarjeta de crédito, por el descuento. Y allí estuvo, de pie, avanzando de a poquitos, hasta que yo llegué, cuando sólo faltaban tres personas en la cola. Me dijo: "Hoy se acaba el descuento para Laura Pausini también. Debe ser por ella..." Quizás tenía razón. Entradas en mano, le propuse ir por comida japonesa, para cambiar el sabor del momento. A mí me sabía a gloria.


Escena 3
El Dr. Reaño publicó en su Facebook el vídeo oficial de "Deberías saber por qué". de primera vista, entre tantas actualizaciones, no le hice mucho caso, a fin de cuentas, a veces Reaño postea cosas raras, me dije, pero no me esperaba esta sorpresa. Y allí estaba yo. En una pieza. Mirando a este hombre nuevo, articulando frases simples pero de una fuerza contundente, ensayando acordes habituales, pero con un aire nuevo. Era él. Y ya sin conocerlo, pero empezando a conocerlo, me llené de alegría.

¿A quién admiras tú? ¿Y qué parte llegaste a odiarle? ¿Qué te impidió divinizarlo a pesar de la insistencia de otros menos exigentes que tú? ¿Y qué si un día esa parte deja de existir? ¿Y qué si la alegría rotunda brota desde dentro, por alguien a quien ni siquiera conoces? ¿No valdría la pena igual saltar, gritar, llorar? La sensación es indescriptible, tanto, que valdría la pena repetirla.

¿Y por qué no admirar entonces a un cualquiera que nos rodea, y alegrarnos por su mejoría, por su nueva sonrisa, por su cambio de ojos, por su vuelta al mundo?

Las alegrías, todas, vienen envueltas en papel de regalo.

Say no more.

13 de junio de 2009

La conexión en medio de la distancia y la multitud

Revisando mis cosas, me di cuenta que tenía este post, de junio, a medio hacer, así que, como buen creyente que soy del destino y sus intenciones, decidí matar mi abandono, y acabarlo. Aunque no sé si era esto lo que en realidad quise decir.

Jueves, 10.00 p.m. Somos un grupo pequeño pero entusiasta. Estamos allí, en primera fila, quienes esperamos a quien fuera nuestro ícono de adolescencia y juventud. El que sentimos que nos cantaba Animal Nitrate a nosotros. Al oído. Los años pasaron, maduró con nosotros, se volvió serio, melancólico, melódico, místico, mítico. Al menos para nosotros. Quizás para otros simplemente no existió jamás. O si existió pasó por la memoria como quien ocupa un pequeño espacio de una pared (No haré referencia a la pared del parque de Closer, del que una de las protagonistas sacó su nombre, aunque, en realidad, lo acabo de hacer)
Y entonces aparece. Y nos hace saltar. Y nos transmite lo que no pudo hacía 15 años, porque Londres estaba tan lejos, y nosotros tan sumidos en nuestras propias dudas existenciales, en medio de un país tan adolescente como nosotros.

Y allí estaba, no en un estadio, no delante de miles, sino frente a un puñado de personas con memoria intacta, dispuesto a estrecharle la mano. Y estrechó la mía.
Siempre me pareció exagerado tratar de lanzarse sobre otro ser humano con tal de tocar al menos una pequeña parte de su ser. ¿Para qué? ¿Qué ganamos? ¿Qué logramos? ¿Cómo nos hace diferentes, nuevos, salvos?
Y sin embargo, allí estaba, dándole la mano. Y en medio de la distancia, de la multitud, acababa de tocar mis años adolescentes. Tal cual. Era como darme la mano a mí mismo, al del pasado, al que bailaba sólo contra la pared, al que no daba la mano.

Era algo parecido a cuando te encuentras con esa persona que te hizo tanto mal y no pudiste perdonar, y se te revuelven las entrañas al verla pasar de pronto. O cuando miras a aquélla a quien juraste olvidar, y en segundos comprendes que el tiempo no sirvió de nada. Pero claro, no se compara, porque eres tú mismo.
Entonces valdría preguntarse ¿Y qué siente el artista cuando esto sucede? ¿Sentirá algo? ¿Sentirá cómo se transmuta y convierte en muchos otros? ¿Se verá en nuestros ojos? ¿Nos verá en los suyos? Nunca lo sabré. Pero me gustaría creerlo.

28 de febrero de 2009

Del por qué somos transeúntes y otros menesteres de la ruta (parte 3)

De la marcha incesante que no es resignación

Imaginemos ahora que en realidad no tenemos un lugar donde vivir. Que hemos sido desterrados por algún delito que no comprendemos bien, y recordamos peor, por el que hemos sido condenados a vagar sin remedio. Y allí estamos. Sin pertenencias, resignados a transitar sin rumbo hasta el fin de nuestros días. Asi estaba escrito, y así habrá de ser. ¿No resulta curioso el determinismo en estos términos?

Ahora pensemos en una buena causa. En un deseo honesto. En la consumación de una intención elevada. Y escuchemos de pronto una voz que viene de dentro de nosotros mismos y nos dice: "He escuchado tus deseos, y los obtendrás, pero sólo si te echas a andar sin retorno, y no te detienes jamás."

¿Y el cansancio qué? ¿Y la ruta desconocida qué? ¿Y los peligros de la noche qué? Es aquí en que decidimos dar el primer paso. Hacia la ruta, o hacia el lugar donde recibimos por primera vez la oferta, para saber si sigue en pie. Y somos nosotros quienes elegimos.

No obstante, en realidad no hay premio al fin. Quizás ni siquiera haya fin. Y tampoco estemos obligados a buscarlo. ¿Sigue valiendo la pena? ¿O es necesario pensar de todos modos en el final por el que el sacrificio valdrá la pena? Es importante contestar a estas preguntas, pues de lo contrario, en algún momento, podríamos sentirnos tentados a cambiar de naturaleza, y querer tomar a alguien en la ruta, atarlo a nuestra muñeca, y luego, llevarlo hasta una zona sin tráfico, y construir una casa. La casa tendrá un jardín. El jardín tendrá arbustos. Los arbustos, flores. Y las flores una vida transitoria, modesta pero admirable, a la que preferiremos ignorar, para no recordar que estamos dejando de lado nuestra esencia a cambio de dulces raíces, fuertes pero temporales. Y peor aún, nos recordará que, indefectiblemente, habremos de volver a caminar.

La resignación del transeúnte no es resignación. Y si lo es, entonces no es transeúnte.

Del por qué somos transeúntes y otros menesteres de la ruta (parte 2)

La dinámica espacio - temporal del transeúnte
Una de las variables curiosas que definen al transeúnte es la pecular forma en que vive los conceptos de tiempo y espacio. Si retomamos el discurso previo (con las disculpas del caso por la demora y el agradecimiento a quien recordó la deuda pendiente) recordaremos que el transeúnte lo es en tanto reconozca su naturaleza transitoria y transitable en medio de una serie de rutas que se entrecruzan, entremezclan o superponen.
En este contexto, la experiencia del transeúnte se compone de cada uno de los recuerdos que posee, de coincidencia o paralelismo en la ruta, con otro de su especie. Siendo así, ¿qué podemos decir respecto al tiempo que el transeúnte deambula en completa soledad? ¿está él ahí si es que no está para nadie?

Estar para alguien. O para algo. Ese es el mandato habitual, la convención irrefutable. Debes estar de pie para que tus padres aplaudan. Luego deberás estar antes de las 3.00 a.m. para que no se preocupen (o no te castiguen. O ambas). Luego deberás estar a tiempo para que él o ella no se cansen de esperarte; y deberás estar bien despierto para que otro no se lleve lo tuyo. ¿Y qué sucede con el simple hecho de estar por estar?¿Y el no estar por no estar? ¿Qué sucede cuando no hay nadie a quién dar explicaciones? ¿Cuando no hay a quién responder? ¿Cuando no hay a quién despertar? Quizás el transeúnte no esté. Y sea sólo eso.

Recuerdo claramente cuando mamá me contaba de pequeño sobre los barcos que desaparecían en el Triángulo de las Bermudas y cómo, años más tarde, sus tripulantes reaparecían, sin comprender dónde estuvieron, ni por cuánto tiempo. ¿Y es que no nos pasa a todos lo mismo cuando decidimos, simplemente, dejar de estar? Tal vez la única condición adicional sea que nosotros lo hacemos posible, y no un error o un fenómeno inexplicable, o un (des)afortunado accidente.

Luego, el espacio que define el mundo del transeúnte es el que sus pies sean capaces de reconocer.

¿Y qué decir del tiempo? El tiempo para el transeúnte sigue una lógica distinta. Y es que el tiempo supone, desde la dinámica de la ruta, una intensidad impregnada de subjetividad. Como los recuerdos (que son el recorrido) no se expresan en minutos (ni en Kbs, ni en amperios, ni en kph) no tiene sentido tratar de cuantificarlos a través de un reloj. En este caso, la medida del tiempo es la intensidad de la vivencia. Como tal, un recuerdo tenue ocupará un destello minúsculo en la memoria, aunque, para el tiempo vulgar haya durado varios años. En cambio, un contacto intenso, de unos pocos segundos, podría volverse tema recurrente, que abarque la vida entera, y aún así, no llegue a terminar. De esta manera, las conversaciones irrelevantes de un compañero de ruta incidental, que fue con nosotros camino al colegio durante siete años, serán segundos al lado de la primera lluvia con truenos, del primer roce de la piel preciada, del último beso antes de abandonar la idea de poder tener una casa y compartirla. Y el recuerdo habrá de repetirse, hasta el cansancio, o extenderse hasta sacarnos de la conexión (denominada realidad) por horas completas. ¿Pocos segundos durarán entonces media vida? ¿Y por qué no?

El tiempo de la memoria posee sus propias equivalencias, únicas e irreproducibles.