9 de febrero de 2012

La invisible música de los momentos inmóviles

Hace ya buen tiempo aprendí que la memoria es caprichosa, y entre sus caprichos, el que me resulta más difícil de manejar es el que indica que algunos contenidos básicos estarán relacionados a través de raíces - enmarañadas y resistentes - a emociones y sentimientos particulares, difíciles de disolver. Este capricho podría quedar en simple anécdota, de no ser porque nos expone a situaciones poco prácticas, como el bailable himno de un verano pasado que sonaba mientras nosotros, pedazos de corazón en mano, caminábamos rumbo a la desesperanza. Desde entonces, por mágico influjo, al sonar la canción, por más tiempo que haya pasado, una parte de nosotros rememorará esa sensación incómoda del vacío no esperado, no deseado. Porque así es la memoria.



Pero no todas las historias son como esa. Porque algunas de esas raíces, al menos las que recorren laberintos profundos en mi mente, están relacionadas a momentos de añoranza, de calor amable, de sutil sonrisa. Así por ejemplo, recuerdo la primera vez que escuché "Muchacha ojos de papel", que resulta que mi madre ya conocía muy bien, pero prefirió no decir nada ante el "descubrimiento" de este adolescente que era (aunque algunos digan que sigo preso de esa edad) que se sabía el único dueño de las verdades del mundo. Era invierno, de los bonitos, no como los de ahora, imprecisos, y yo entré a la cocina mientras el olor de la comida anunciaba una buena tarde. Meses más tarde vería el comercial de TV en el que terminó dicha canción y sufrí junto con los defensores de lo indefendible. También recuerdo "Seguir viviendo sin tu amor" y el láser en la cara del Flaco, jugando con formas inexplicables, mientras yo me preguntaba cuándo podría cantarle esos versos a alguien, pues por entonces aún no sabía lo que era sentir así.

También recuerdo con cariño cada uno de los tracks de La la la. Y cada uno tiene su historia. Así por ejemplo, vuelvo a la sala de mi casa diciendo sin sentido, antes de volver a clases "Soy la araña, la que cura la enfermedad", en una época en que mi lenguaje cifrado me protegía según yo del mundo en general y sin clasificación. Pero también está la voz de Luis Alberto cantando Gricel, dolida pero incógnita historia que terminó en un cuento fallido que empecé a escribir y dejé sin terminar. Y hasta hoy, cuando la escucho recuerdo el tacto de la franela, el aroma del jardín mojado y el tedio de las botas negras que no me quería quitar. "Asilo en tu corazón" se volvió mi tesoro secreto, la canción que nadie conocía y que no aprendía a tocar por miedo a desprenderme de ella, sin saber que era de todos. Cuando la escucho siento esa alegría de quien encontró la puerta abierta y reconoce dentro su casa. En fin.

"San Cristóforo" me recuerda que quise ser artista pero para serlo también hay que ser valiente; a "Pan" le guardo cierto recelo, por las circunstancias en las que llegó a mis manos;
"Spinettalandia y sus amigos" representa para mí el error máximo de calificación y me da vergüenza sólo de escuchar cualquiera de sus temas (fui tan injusto con quien me lo regaló); y "Los niños que escriben en el cielo" me recuerda que el cariño de la gente que crees más ruda y tosca es a veces sorprendente (y se asoma una esperanza por mi ojo derecho, así de la nada). Y podría seguir. Porque la memoria es así, y una raíz hace nudos con otras raíces. Pero algunas historias me las reservo por ahora.

Creo que por eso la música significa tanto para mí, porque almacena en una pequeña pieza un sinnúmero de vivencias, en cápsulas de emoción pura, en detonadores sensoriales que nos ayudan a vivir.

En fin, pronto va a amanecer y quizás lo único que importa de todo este ejercicio con matices de exorcismo, es que ayer por la tarde Luis Alberto Spinetta dejó este mundo, pero lo dejó lleno de su esencia y su música en el aire. Y quedará impreganda en cada uno de esos momentos inmóviles que definen finalmente lo que soy. Lo que somos. Transeúntes.
Gracias Flaco.