29 de febrero de 2008

Reflexiones ante un espejo (parte 2): Los extraños de nuestras memorias

Llegué a la ciudad el miércoles por la noche. Había sido un viaje corto y tranquilo, salvo por el salto que supone pasar de los 26 a los 11 grados en cuestión de un par de horas. Entonces, llegar al hotel. La misma persona que me había recibido hacía un mes me esperaba. La misma camisa a cuadros y el mismo gesto de cansancio disimulado. Lo saludé con la cortesía de quien vuelve a ver a un extraño que es parte de alguno de nuestros recuerdos. Él respondió con una sonrisa, pero, a diferencia de mi saludo, era una sonrisa estándar, de protocolo. Y luego la misma bienvenida estándar, de protocolo. Y el mismo discurso para el visitante primerizo. Estándar. De protocolo. Simplemente, no me recordaba.

Horas más tarde, en el puesto de cigarrillos camino la zona de los restaurantes de fusión y comida extranjera, la misma pareja de esposos conversaban mientras esperaban clientes para comprar alguna de las más de 30 marcas que tenían a disposición de sus clientes eventuales. La misma pareja que hacía un mes había conversado conmigo, durante veinte minutos, sobre el origen de los cigarros de clavo de olor, que ahora venían en una nueva presentación, sobre los cambios de nacionalidad de producción de algunas marcas, y sobre la calidad de esos cigarrillos que ya no se fabrican más. Me alegré de verlos, de saber que el negocio iba bien, y los saludé con la misma emoción de quien ve luego de un tiempo a un amigo eventual, como sus clientes. Pero ellos tampoco me recordaban. Lo supe cuando repitieron las recomendaciones y los comentarios de la primera vez. Entonces, decidí jugar a construir la misma conversación. Y tuve éxito. O quizás no, dependiendo de cómo lo queramos ver.

Pensemos en dos preguntas sencillas: ¿A cuántos clientes podría atender el recepcionista de un hotel de 25 habitaciones durante un buen mes? ¿A cuántos clientes eventuales podrían atender dos personas en un puesto de cigarrillos de una calle transitada durante un mes? Luego del ejercicio, deberíamos estar preparados ya para las siguientes preguntas: ¿Por qué tendrían que recordar a uno de esos clientes? ¿Y por qué tendrían que recordar su rostro, sus gestos, su ropa, su tono de voz?

Desde nuestra propia perspectiva, miramos ese único contacto como lo que es: un evento irrepetible, posiblemente cargado – en mayor o menor medida – de significados y emociones. Y si lo consideramos como anécdota importante o como definición del entorno de una escena mayor, pues será parte de nuestra memoria. De lo contrario, pasará a convertirse en materia de olvido.

Pero, desde la perspectiva de nuestro recepcionista, o la de nuestra pareja de vendedores, ¿somos parte de un evento irrepetible, o simplemente una iteración más dentro de una rutina inagotable? Asumiéndolo como tal, ¿Cuál sería el motivo que nos daría acceso a una membresía en el club de la memoria, y evitarnos el destierro hacia el campo del olvido? ¿Cómo podríamos habitar nosotros también en sus anécdotas?

Quizás no estemos acostumbrados a la asimetría. Y quizás seamos presas de esa ilusión que nos hace pensar que, como en un espejo, debemos ver en la realidad aquello que nosotros estamos viendo en nosotros mismos. Y entonces, exigir que se nos recuerde. Incluso solicitar que se creen un falso recuerdo con tal de sentir un poco de familiaridad de retorno. O quizás asumamos la sutil tarea, de comprender que lo que hace que un momento sea relevante para mí, puede no serlo para ti. Y lo único en mí es la rutina en ti. Y quizás la rutina en mí sea lo irrepetible en ti. Pero, ¿cómo saberlo, si seguimos definiendo el “tú”, a partir del “yo”?

Mañana saldré temprano, terco, a buscar alguna experiencia irrepetible. Pero no para mí, sino para algún otro, que, con algo de suerte, decidirá guardarme en su memoria, y convertirme en anécdota.

18 de febrero de 2008

Gabriel y las memorias del pasado propio (pero ajeno)

Probablemente nos encontrábamos a 15° C. Para quien no está acostumbrado al frío, por vivir en una ciudad que mezcla el desierto y la humedad, éste era el frío más fuerte que habían podido experimentar. Entonces, Gabriel sale a uno de los múltiples patios de la hacienda que nos albergaría durante ese año nuevo, en busca de algo de madera, paja, hojas y ramas, para poder encender el fuego. Había llegado la hora de los cuentos.

La humedad frustró su plan inicial, pero no a él. Cambiaríamos de escenario: La chimenea de la sala de estar, que originalmente fue caballeriza, sería el espacio elegido por alguien que no fuimos nosotros, para poder dejar en libertad las historias que había heredado de sus padres, quienes habían hecho lo propiode los suyos, y así durante generaciones.

De pronto, el frío ya no se siente más, y el espacio es invadido por míticos personajes, desde el príncipe que se convirtió en paloma junto a su amada para poder vivir juntos en algún lugar del cielo, hasta el ingenuo guardia que intentó demostrar a su compañero que su señor era un dios clavándole una flecha en el centro del pecho, como muestra de su inmortalidad (teoría desbaratada tras la muerte del noble, por supuesto).

A Gabriel no se le acaban las historias. Por el contrario: Cada una de ellas trae una nueva a la memoria, que es de sus antepasados pero que en realidad siente como propia, tanto que habla en primera persona del plural cuando se refiere a la casta de antiguos guerreros y agricultores que habitaban el valle, los Taramas.

Y siguen las leyendas, haciéndonos pensar que en realidad estamos sentados sobre tierras mágicas, y que dormiremos esta noche sobre la espalda de alguna mujer que lloró el abandono hasta volverse río, o un hombre que se escondió tan bien de sus enemigos que se quedó para siempre en su disfraz. Y trataremos, más tarde, entre la envidia y la vergüenza, de encontrar dentro de nuestras propias historias familiares, alguna que sea digna de ser narrada frente al fuego de una chimenea.

Y es que quizás no descendamos de algún chamán o cacique. Quizás no hayamos heredado algún tesoro escondido entre los cerros, o el poder de escuchar hablar a los ríos. Pero, ¿estamos seguros de no tener una verdadera historia para contar? ¿Es que nuestros padres, y nuestros abuelos, no nos llenaron de historias que, sin ser del todo ciertas, nos hicieron sentir parte de algo importante, al menos durante algunos minutos? ¿Qué pasó con esas historias? ¿A dónde fueron? Quizás por ello es que no tenemos una tradición oral como la tuvieron los abuelos de nuestros abuelos. O quizás no la tenemos, simplemente, porque creemos que no la necesitamos. Pero déjame proponerte algo: Busca esa pequeña gran historia que te apasionó cuando aún no cambiabas de voz o pensabas en tener tu propia familia, vístela de gala, y regálasela a alguien. Quizás Gabriel, tú y yo, a fin de cuentas, tengamos algo en común: Esa misma memoria, propia pero ajena, de lo que nos hace ser quienes somos.