7 de septiembre de 2012

De por qué el transeúnte necesita dejar de andar

En algún momento, mientras todos estábamos distraídos probablemente, un desconocido se encargó de llenarnos la cabeza con deseos de competitividad ilimitada que de pronto nos conducen hacia esa necesidad desmedida de echarse a correr. Y quizás, como suelo decir, no quería hacernos daño, es más tenía una buena intención, que con el tiempo - y el descuido - se le fue de las manos.
Lo cierto es que tenemos que trabajar más, para poder conseguir el puesto que queremos, que nos dará el sueldo que queremos, con el que compraremos la ropa que queremos, el carro que queremos, la casa que queremos, donde conectaremos todos los juguetes tecnológicos que queremos, que hagan juego con los muebles que queremos, que a su vez harán juego con la familia que queremos. Pero quizás la familia no está, porque está corriendo también, buscando lo que cada uno de sus miembros quiere. Y probablemente no quieran lo mismo. Y podría ser eso lo preferible, pues en toda competencia hay un solo ganador. 
Pero, ¿Es eso lo que queremos? 
Anoche me senté a jugar con Yupi, el perrito que la familia de Lore acaba de recoger de la calle, y mientras nos mirábamos, me pregunté si él tenía deseos de correr. Como no me respondió, Lore - que lee mi mente con una capacidad increíble - me contó que quiere ir a la calle, pero que luego de un tiempo - bastante corto en realidad - se sienta en la puerta de la casa, a esperar que le abran. Porque si corre todo el tiempo, ¿a dónde llegaría? Pero, sobre todo, ¿para qué?
Iba pensando en esto mientras una persona muy apurada tocaba la bocina sin cesar para que yo avance, sin darse cuenta que yo tenía delante 10 autos, y luego, un semáforo en rojo. ¿A dónde querría llegar? ¿Para qué? Quizás era importante, muy importante, pero sus acciones, ¿cambiarían en algo el hecho de estar atascado en el tráfico?
A veces es necesario dejar de andar, para no perder la perspectiva. Porque ser transeúnte es muy diferente a ser maratonista, en un mundo en el que nos han enseñado que la vida es una carrera. Por eso decidimos un día que los viernes por la tarde no trabajamos - salvo que hayamos decidido que sea así, y entonces cambiamos viernes por lunes -, sino que nos dedicamos a contemplar lo que pasa alrededor.
Y mientras algunos se escandalizan pensando cuánto se puede dejar de ganar por no trabajar una tarde (que luego los lleva a pensar en cuánto más se deja de ganar por no trabajar todo el día todos los días en el mágico 24/7/365 que ensancha bolsillos y estrecha mentes) yo pienso en cuántas cosas se pierden por estar amarrados a sus sillas (unas sillas que jamás dejan de andar), como supe estarlo yo por años.
Pero un buen día entendí por qué mamá me hizo crecer escuchando esta canción, sin saber que habría de recordarla décadas más tarde, para decirme cómo es que un transeúnte debe actuar.


29 de agosto de 2012

El hombre y el sueño de no ser el único animal consciente

En el asiento plástico, frío e incómodo - pero aún así, amable - de un aeropuerto, leí por primera vez The Cambridge Declaration on Consciousness, documento en el que científicos - no solamente del campo de las neurociencias - soportan la idea de que los animales no humanos tienen procesos análogos a los de nuestra consciencia. Pudo ser uno más de los artículos que reviso sin mucho interés, pero tratándose de un tema que me interesa desde antes de saber que así se llamaba, me detuve en él. En realidad el tiempo se detuvo para el aeropuerto. O al menos para mí. Decenas de ideas empezaron a dar vueltas, algunas muy antiguas (felices tras salir de su encierro que llevaba en algunos casos más de una década), y otras muy nuevas (una de ellas nació en ese aeropuerto, aunque cuidé que nadie escuche el grito que indicaba que estaba viva y saludable).
Muchas de ellas tomaron forma de pregunta, que luego transformé en imágenes, que fueron más allá del texto, generando una serie de postales en mi mente, quizás equivocadas pero intensas (y es que nacieron de mi imaginación y no del estudio), que más o menos tenían esta forma:

Cassandra, quien vive en casa desde hace 12 años, reacciona violentamente ante los extraños... Y lo sabe. Ella siente algo por ellos, algo equivocado, y aún a su edad - tal y como decimos de los adultos mayores de nuestra especie - tiene la capacidad y el derecho a cambiar ese hábito. Y quizás también lo sabe.

El toro en medio de la corrida, siente la tensión de estar ante un numeroso público al que no conoce. Lo abruma. Trata de salvar su vida haciendo lo único que sabe que puede hacer. Y un enemigo luminoso, acaba con él en una lucha desigual, injusta y cobarde. El toro no espera la estocada final, espera piedad de un animal mucho más evolucionado, que no significa en absoluto que sea más sabio, o bondadoso. Pero eso lo descubrirá demasiado tarde.

Una familia de pollos vive junto a otras familias en el hacinamiento extremo de un galpón industrial. Poco espacio para movilizarse, poca estimulación en medio de tanto blanco, poca razón para vivir. Quizás por las noches, en secreto, sueñan con campos infinitos en los que usan los músculos que no comprenden por qué, dado el uso de hormonas sin su consentimiento, crecen sin una explicación clara.

Hace algún tiempo, ocurrió una tragedia en el jardín de casa. La pareja de pericos que vivía en una jaula, no era más una pareja. Uno de ellos yacía sin cabeza en el piso del espacio común. ¿Asesinato pasional? De ser así, ¿la jaula sería, finalmente, el lugar adecuado para pagar por este crimen?

La idílica escena del perro que cuida el cuerpo sin vida de su compañero atropellado por un auto, se convierte en una estampa real de lo que representa la fidelidad, ahora sin ser metáfora. ¿Estaría un amigo tuyo en las malas contigo, incluso cuando ya no tengas vida?

Un grupo de gatos decide convertir el exterior de una iglesia en un parque su hogar. En este espacio transcurren momentos de descanso alternados con hazañas gloriosas de cacería nocturna. Es su territorio, su espacio. Pero de pronto un día los humanos se hartan de ellos. ¿Qué sentirán ante el inminente desalojo? ¿Y qué hacia aquellos que los defienden y piden su permanencia?

Y así, las imágenes siguen apareciendo, pero en el fondo sólo queda una gran incógnita: ¿Seremos capaces de cambiar la forma en que tratamos a los animales, ahora que sabemos - o al menos suponemos - que al igual que nosotros, saben lo que ocurre y sienten lo que les pasa?


Yo sólo sé, que al llegar a casa, la mirada de sus habitantes no humanos fue correspondida de una manera distinta.

26 de agosto de 2012

Identidad sin generalidad

Ayer por la tarde salí a pasear por una de mis ciudades favoritas. Cuando se trata de un viaje de trabajo, difícilmente puedo darme ese pequeño lujo por lo ajustado de los itinerarios, pero afortunadamente no encontré avión de regreso para ayer mismo (y por eso estoy escribiendo ahora, que el cielo aún no azulece, desde el aeropuerto)
Caminando entre vendedores de artesanías me encontré con un taller, el único en la zona, donde un pintor trabajaba con dedicación dos lienzos al mismo tiempo (aunque, para ser honestos, uno de ellos estaba secando y nunca lo tocó). Los años me han enseñado a reconocer al artista y distinguirlo del copista por necesidad, que (re)produce en serie y sin mayor gesto. Don Leoncio era de los primero, una especie que daba por extinta en este tipo de lugares. Así que, con curiosidad de transeúnte, empecé a conversar con él.
Media hora más tarde, minutos más, minutos menos, y luego de hablar de la técnica y los materiales, empezó a contarme su dilema, que era justo la raíz de mi curiosidad: Pertenecer a esa primera especie.
Le preocupaba que sus "vecinos" vendan indistintamente objetos de diferentes culturas, y que les diese igual si era una cerámica de Chulucanas o un tapiz con las líneas de Nazca. "Eso no es nuestro. No es de aquí. El turista va a pensar que todos somos lo mismo. Y eso no es cierto."
La preocupación de Leoncio era también la mía (trasladada a mi modesta realidad, claro). Aunque nunca la sentí tan viva como él. Leoncio podría estar replicando escenas de otras regiones, y daría lo mismo pintar con su destreza una panorámica de Machu Picchu o una escena de pesca en caballitos de totora. Pero no. Y en sus obras - hechas sobre lienzo grueso o madera de eucalipto, el árbol que crece en los territorios que rodean su ciudad - trata de reflejar escenas que son sólo suyas, y de sus "vecinos".
"Esta vestimenta sólo la ves aquí (señalándome la pintura de dos campesinos caminando con sus bultos). Y esta mirada es nuestra (mostrando la imagen de una niña tan bien pintada que sentí la fuerza de sus ojos, desconfiando del transeúnte extraño que mira sin respeto)."
Y era cierto. Tan cierto como el cuestionamiento de la falsa necesidad de ser tan iguales que terminaremos siendo piezas intercambiables. Estudiar lo mismo, trabajar en lo mismo, responder lo mismo, vestir lo mismo. Le hemos llamado versatilidad en medio de este mundo que nos exige hacer de todo, y ese todo es el que nos lleva a no significar mucho. Probablemente a significar nada. Entonces reviso en silencio cuáles son mis obras, si son únicas, si reflejan una realidad que es la mía y la representan con orgullo, si me siento cómodo con esta piel y con este oficio. Era demasiado para una tarde.
Me despido y regreso a la plaza con todas mis preguntas, y el extraño propósito de firmar mis obras, no como muestra de pertenencia, sino de identidad.

9 de febrero de 2012

La invisible música de los momentos inmóviles

Hace ya buen tiempo aprendí que la memoria es caprichosa, y entre sus caprichos, el que me resulta más difícil de manejar es el que indica que algunos contenidos básicos estarán relacionados a través de raíces - enmarañadas y resistentes - a emociones y sentimientos particulares, difíciles de disolver. Este capricho podría quedar en simple anécdota, de no ser porque nos expone a situaciones poco prácticas, como el bailable himno de un verano pasado que sonaba mientras nosotros, pedazos de corazón en mano, caminábamos rumbo a la desesperanza. Desde entonces, por mágico influjo, al sonar la canción, por más tiempo que haya pasado, una parte de nosotros rememorará esa sensación incómoda del vacío no esperado, no deseado. Porque así es la memoria.



Pero no todas las historias son como esa. Porque algunas de esas raíces, al menos las que recorren laberintos profundos en mi mente, están relacionadas a momentos de añoranza, de calor amable, de sutil sonrisa. Así por ejemplo, recuerdo la primera vez que escuché "Muchacha ojos de papel", que resulta que mi madre ya conocía muy bien, pero prefirió no decir nada ante el "descubrimiento" de este adolescente que era (aunque algunos digan que sigo preso de esa edad) que se sabía el único dueño de las verdades del mundo. Era invierno, de los bonitos, no como los de ahora, imprecisos, y yo entré a la cocina mientras el olor de la comida anunciaba una buena tarde. Meses más tarde vería el comercial de TV en el que terminó dicha canción y sufrí junto con los defensores de lo indefendible. También recuerdo "Seguir viviendo sin tu amor" y el láser en la cara del Flaco, jugando con formas inexplicables, mientras yo me preguntaba cuándo podría cantarle esos versos a alguien, pues por entonces aún no sabía lo que era sentir así.

También recuerdo con cariño cada uno de los tracks de La la la. Y cada uno tiene su historia. Así por ejemplo, vuelvo a la sala de mi casa diciendo sin sentido, antes de volver a clases "Soy la araña, la que cura la enfermedad", en una época en que mi lenguaje cifrado me protegía según yo del mundo en general y sin clasificación. Pero también está la voz de Luis Alberto cantando Gricel, dolida pero incógnita historia que terminó en un cuento fallido que empecé a escribir y dejé sin terminar. Y hasta hoy, cuando la escucho recuerdo el tacto de la franela, el aroma del jardín mojado y el tedio de las botas negras que no me quería quitar. "Asilo en tu corazón" se volvió mi tesoro secreto, la canción que nadie conocía y que no aprendía a tocar por miedo a desprenderme de ella, sin saber que era de todos. Cuando la escucho siento esa alegría de quien encontró la puerta abierta y reconoce dentro su casa. En fin.

"San Cristóforo" me recuerda que quise ser artista pero para serlo también hay que ser valiente; a "Pan" le guardo cierto recelo, por las circunstancias en las que llegó a mis manos;
"Spinettalandia y sus amigos" representa para mí el error máximo de calificación y me da vergüenza sólo de escuchar cualquiera de sus temas (fui tan injusto con quien me lo regaló); y "Los niños que escriben en el cielo" me recuerda que el cariño de la gente que crees más ruda y tosca es a veces sorprendente (y se asoma una esperanza por mi ojo derecho, así de la nada). Y podría seguir. Porque la memoria es así, y una raíz hace nudos con otras raíces. Pero algunas historias me las reservo por ahora.

Creo que por eso la música significa tanto para mí, porque almacena en una pequeña pieza un sinnúmero de vivencias, en cápsulas de emoción pura, en detonadores sensoriales que nos ayudan a vivir.

En fin, pronto va a amanecer y quizás lo único que importa de todo este ejercicio con matices de exorcismo, es que ayer por la tarde Luis Alberto Spinetta dejó este mundo, pero lo dejó lleno de su esencia y su música en el aire. Y quedará impreganda en cada uno de esos momentos inmóviles que definen finalmente lo que soy. Lo que somos. Transeúntes.
Gracias Flaco.