Podría también narrar mi obsesión fallida por hacerme un traje como el de 11 Episodios Sinfónicos, y la forma en que utilicé la versión de Persiana Americana de ese concierto para explicar cómo podríamos reinventar una marca sin tocar su ADN (blasfemia que hoy no me atrevería siquiera a sugerir). O cómo compré dos entradas para su último concierto en Lima (y el penúltimo de su vida, sin saber que lo sería) sin tener claro para quién sería esa segunda entrada, pues era una cábala que César y yo teníamos por entonces, y que nos llevó a conocer a personas muy interesantes.
Pero prefiero no hablar de ninguna de ellas, porque ya hablé de todas.
Sólo sé que cada vez que me he sentido molesto, luego de una gran discusión, he recibido a la oscuridad rezando una misma frase: "Turbante noche, sigo despierto y sé, que el diablo frecuenta soledades". Que cada vez que he sentido ganas de abandonarlo todo, me he repetido en voz alta "Pero a mi corazón todavía queda tanto por decir, no me voy. Me quedo aquí." Que cada vez que he disfrutado hasta el tuétano de mi trabajo he dicho "¿Para qué creer en el azar? Yo nací para esto". Pero aún así, todo queda corto.
Y es que la reseña de un artista no habita en el recuento preciso de los hechos de su historia, sino en las ramificaciones de sus letras, sus acordes y sus ideas en cada uno de sus seguidores, admiradores, fanáticos. Y hasta detractores. Así, la historia no tiene fin. Y trasciende al ser humano, porque el artista es una creación colectiva, que no le pertenece a nadie. Ni le pertenece al artista. Así, Gustavo Cerati nos pertenece a todos. Y podríamos decirle a la muerte tantas cosas, pero al final quizás sólo bastaría con el silencio, para saber que a nuestro amor nunca podrán sacarlo de raíz.