12 de noviembre de 2008

Del por qué somos transeúntes y otros menesteres de la ruta (parte 1)

(Probablemente sea un poco larga la explicación solicitada por algunos amigos, motivo por el cual la dividiré en tres partes... Disculpas por eso, y por mi irremediable aversión a lo breve)

Quizás uno de los principales motivos por los que sufrimos sea el sentimiento de pérdida. es más, podríamos reducir el terreno del sufrimiento a esa única razón. Como ejercicio simple, piensa en un momento en el que hayas sufrido intensamente, y luego recuerda cuál es la pérdida en dicho caso. Uno de nuestros primeros llantos desconsolados se debe a que, en medio de la lógica egocéntrica de los primeros días - y que luego puede perpetuarse, como muchos de nosotros sabemos y conocemos de casos cercanos - sentimos que hemos perdido para siempre a la persona que nos da calor, alimento y cuidado. Hasta que la volvemos a ver, y todo vuelve a la normalidad. Luego, nos resentimos cuando nos dejan, porque, literalmente, nos han abadonado, aunque sea por algunos minutos, pero abandono al fin y al cabo. Y el abandono es una pérdida. Luego lloraremos porque perdimos un partido, perdimos una oportunidad que esperamos mucho tiempo, perdimos la amistad de alguien que nos falló o a quien fallamos, perdimos el amor de la persona con la que pensamos compartir la vida, y perdimos a quien perdió la vida cuando nos había prometido - sin hacerlo - que eso no pasaría jamás.


La lógica de la pérdida nos acompaña hasta el cansancio. Incluso, cada vez que tomamos una decisión, sea la que sea, por más trivial que resulte, estamos perdiendo cada una de las otras infinitas posibilidades de actuar. Y como tal, infinitas pérdidas potencialmente podrían embargarnos. Luego, la opción de la quietud completa sería una buena alternativa. Nunca más decidir significaría nunca más perder. Si no decido ser tu amigo, no corro el riesgo de perder tu amistad cuando me falles. Si no decido tener una pareja evito la posibilidad de perder ese amor tras un engaño, o tras muchos años, perderlo porque la muerte que suele tener sus propios parámetros de justicia, decide llevarse a uno antes que al otro.


Pero no podemos darnos ese lujo.

Ahora piensa en una especie de mapa de rutas, pero un mapa grande, completo, lleno de pasajes, calles y avenidas. Infinitas vías, todas completamente entrecruzadas, muy desordenadas, como en aquellos distritos donde las calles no son rectas, sino curvas y con gracia. Una vez planteado el escenario, es necesario ubicarse en él, así que encuentra el mejor punto. Y ponte a caminar.

La lógica del transeúnte es - en principio - bastante sencilla: Estamos en medio de este espacio lleno de rutas, en el que, en determinado punto, habremos de encontrarnos con otras personas que, como nosotros, andan caminando hacia alguna parte (aunque hay que admitir que muchos sólo saben que caminan, no hacia dónde ni por qué). La interacción entre estos personajes y uno varía de intensidad, desde la casi inexistente hasta la extremadamente intensa. Como tal, generalmente en la ruta encontramos personas a las que ni siquiera miramos a los ojos, personas que caminan por sendas paralelas, pero en las que no reparamos. En otros casos, en una intersección nos encontramos con un personaje con quien nos gustaría detenernos a mirar el paisaje, pero no podemos, pues la luz cambia de pronto (como en el vídeo de Skank, del que hablaremos en la segunda parte, con gusto). Y en otros, de pronto, a nuestro lado, alguien con quien iniciamos una charla larga y honesta, o a quien tomamos de la mano, o con quien empezamos a hacer planes para el siguiente recorrido. O todo a la vez.

Lo cierto es que, si entendemos que cada uno de nosotros realiza una secuencia de rutas distintas, que posee infinitas variaciones posibles, y que su destino (o punto de arribo) no es el mismo que el nuestro (cada transeúnte tiene un destino individual y único, como veremos een la tercera parte) entonces no nos queda más que comprender la naturaleza temporal del paso simultáneo. Como tal, una vez comprendida esta dinámica, debemos asumir la fugacidad, y no aspirar la eternidad. Pero no sabemos cómo. Es más, probablemente al haber leído esta última frase, puedes haber pensado "¡Qué conformista!" y se te empezaron a quitar las ganas de seguir leyendo. Y por eso mismo prometemos "amarnos para siempre", o "nunca fallarnos", o "estar cada vez que me necesites", cosas que decimos sin comprender la real magnitud de cada una de dichas palabras, todas cargadas de cierta falsedad, pues no somos capaces de prever las múltiples posibilidades que el futuro nos depare, ni la capacidad de cumplir nuestras promesas en tan variadas circunstancias.

Comprendida la naturaleza efímera, el siguiente paso es asumir una de dos lógicas:
1. Empezar a aferrarnos a cada personaje de nuestra ruta, para evitar que - indefectiblemente - se vaya, o
2. Empezar a disfrutar cada segundo de estos personajes, porque ese segundo es invaluable, especialmente porque podría ser el último.

Asumir la segunda postura, supone comprender nuestra naturaleza de transeúntes, es decir, de personajes que transitan por calles interminables, disfrutando cada único segundo de interacción, de conversación, de compañía. Como tal, no existe la pérdida, pues los segundos vividos no se pierden, pero, mejor aún, las marcas de los contactos - de los que queremos guardar con cariño - nunca se borrarán.


Un transeúnte no tiene casa.
No tiene calle propia.
Sólo tiene sus zapatos.



20 de octubre de 2008

En realidad hay muy poca gente

Es la séptima vez seguida que miro el vídeo e inevitablemente vienen a mí nuevas escenas de cada uno de esos momentos complicados en los que me he sumergido peligrosamente durante todos estos años, en los que, afortunadamente, siempre ha habido alguien que se ha encargado de rescatarme, quizás no temprano, pero sí lo suficientemente pronto como para evitar un mal mayor. Y luego vienen a mí las instantáneas de aquellos momentos en los que yo he sido esa persona, de los que me enorgullezco pero sin hacer alarde, de los que no habré de hablar porque sino perderían la magia.


Piensa en los golpes que has recibido. Haz una buena revista de cada uno de ellos, no solamente listándolos, sino reconociendo su motivo real, la causa en la que no pensaste cuando estuviste nublado por el desconcierto o la furia posterior. Recuerda la escena completa, los detalles mínimos, aquello a lo que no le prestaste atención. Piensa en el dolor posterior, y no me refiero al físico. Y luego piensa en las personas que se encargaron de aliviarlo. Porque no es cierto que uno solo se encargue de eso, ya que, como dice el mismo bunbury en otra canción, "el tiempo no cura nada, el tiempo no es un doctor". Quizás, como dice esta canción, en realidad haya muy poca gente. Realmente muy poca. Pero en esta dinámica de transeúntes perpetuos debemos comprender que no se trata de una cuestión de volumen, de cantidad en bruto, de apilar nombres, o fotos, o rostros. Se trata de conservar la mirada hacia adelante, sin pensar en los golpes que vendrán, sino en las personas que se encargarán de hacer que eso no sea impedimento para seguir avanzando.

Recuerdo claramente una conversación con alguien que, ocasionalmente, caminó por la misma vereda en alguna de estas rutas extrañas de transeúnte, y nos enfrascamos en la discusión de quiénes eran realmente amigos. Nunca llegamos a un acuerdo, y asumo que ya no tendremos más ocasión para poder romper el empate técnico, pues mientras ella defendía la idea de que podían ser cientos, yo me limitada al espacio reservado a los dedos de mis manos.
Hoy sólo sé que en realidad hay muy poca gente. Y es a ellos a quienes empezaré a buscar, apenas cierre estas líneas, por el simple hecho de darles las gracias.

6 de octubre de 2008

En medio del ruido habitual de una sesión de caso

En estos momentos, frente a mí, 35 personas conversan en voz alta. Están resolviendo un caso en el que, a partir de sus decisiones, podrían llevar una empresa a la ruina. O hacerla crecer. Las 35 personas se han tomado muy en serio el rol de personajes clave de sus respectivas instituciones inexistentes, y en estos momentos discuten sobre las implicancias de cada uno de sus próximos pasos. Este es el momento perfecto para equivocarse, pues lo que hagan en el papel, quedará en el papel. Y será objeto de discusión, de análisis, de conclusión, incluso de calificación, pero nunca de reproche, culpa o vergüenza.

En estos momentos, mientras mis 35 se esfuerzan por dar la respuesta más cercana a lo correcto (que saben, por principio, que no existe, pues lo correcto y lo incorrecto son categorías inútiles cuando las variables externas son infinitas), me pregunto por qué tenemos espacios para aprender a tomar decisiones empresariales y no decisiones de vida. ¿Quién nos enseña a aprender a decir hasta luego y no adiós? ¿Quién nos muestra el verdadero costo de perder una amistad? ¿Quién nos conduce a no elegir a la persona equivocada para construir nuestras vidas, y evita que nos precipitemos al fracaso? ¿Dónde aprendemos a plantear escenarios posibles y reflexionar intensamente en torno a ellos? ¿Dónde a mirar en perspectiva y desde fuera de nosotros mismos? ¿Dónde a pensar en los involucrados y el real impacto en ellos?

No existen escuelas de simulación para la vida. Y si las hay, ¿serán efectivas? ¿Es que realmente la simulación garantiza el aprendizaje para lo que no estamos seguros que vendrá? ¿Tendremos mejores alternativas de supervivencia, o al menos la esperanza de una mejor calidad de vida? Recuerdo a Charly García en Desarma y sangra, diciéndome al oído que “no existe una escuela que enseñe a vivir”.

El tiempo acaba de concluir. Los 9 equipos en los que se han dividido mis 35 ya están listos para darme sus respuestas. Y, en medio del ruido habitual, no volveré a estar seguro de la mejor respuesta.

21 de julio de 2008

Consideraciones importantes para antes de empezar a creer en la suerte

En “La suerte está echada” (2005), Sebastián Borensztein nos presenta la historia de un actor que resulta ser una especie de imán para la mala suerte. Y la película va mostrando lo que podría parecer la confirmación de esta idea: Felipe, el actor (el imán, el “mufa”), realmente es presa de una maldición que lo habrá de perseguir hasta el final de sus días.

No obstante, en medio del camino, el discurso va cambiando mientras se avanza en la lectura de un tratado sobre la suerte, un texto que reflexiona en torno al concepto y su verdadero significado. Uno de los principios básicos que rescata este texto (mismo que no sé si realmente existe), supone la alternancia como manifestación básica de nuestra existencia: El mundo está dividido en dos bandos, los que tienen buena suerte y los que tienen mala suerte. Cada uno de nosotros salta de un bando al otro de manera constante y sin remedio.

Valdría la pena, antes de continuar, observar la escena completa, que ya ha sido reseñada en consomé de escenas, blog de LaCebra:



Por lo tanto, la mala suerte, al igual que la buena, depende de la cadena de situaciones que la circundan. Entonces, la mala suerte de quien pierde su última moneda, podría transformarse en buena, si al no tener dinero para tomar el bus, decide ir caminando, y entonces, en medio de la calle, se encuentra con un amigo muy querido y extrañado. El comentario pasa de “maldita moneda” a “bendita moneda” en menos de lo que podemos pronunciarlo.

Luego, la atribución de buena o mala suerte se circunscribe al momento preciso en el que se está generando el comentario, y nada nos garantiza que eso dure, pues sólo el devenir de los acontecimientos podría afirmarlo o contradecirlo. Ser injustamente despedido podría ser asumido como mala suerte. Ser contratado inmediatamente y quedarse con todo el dinero de la liquidación y no verse en la necesidad de utilizarlo, es realmente buena suerte.

Pero, ¿valdría la pena entonces detenerse a esperar lo que la suerte nos depare? Definitivamente no. Y el truco está justo en lo que acabamos de señalar: Dependemos de las circunstancias. Y nosotros somos los únicos capaces de generarlas. Y aunque en ocasiones parezca que somos más bien víctimas de ellas, está en nuestras respuestas y reacciones la posibilidad de hacer que la suerte esté a nuestro favor. Pero no creamos que se trata simplemente de querer, de desear, de esperar que algo suceda. Es más que eso: Es el finísimo arte de tejer circunstancias, una práctica en la que nada nos garantiza que el resultado que obtengamos sea el que esperamos. Entonces, ¿estamos dispuestos a arriesgar sabiendo que perder es una oportunidad lógica, pues, desde el principio de la alternancia, siempre existe la posibilidad de quedarnos en el lado malo?

Como en cualquier otro juego, sólo si somos concientes de las reglas de la suerte es que podremos ganarle la partida. Pero, ¿queremos realmente conocerlas, o preferimos cerrar los ojos con fuerza, aferrarnos a algún amuleto y pedirle a un Dios de quien sólo nos acordamos cuando estamos en apuros?

Yo todavía no tengo respuesta para esa pregunta. Pero estoy aprendiendo que se puede pasar de lo alto a lo hondo, y de lo más hondo a lo más alto. Y luego más hondo aún. Con un simple movimiento, que puede desencadenarlo todo. Una pequeña acción que desatará, por ley, su respectiva reacción, a la que también se podría llamar pequeña. O quizás ya no.

En todo caso, buena suerte.

9 de julio de 2008

Y de pronto una carcajada

Cuando menos la esperaba, de la manera más torpe, frente al televisor, veo a uno de los invitados del programa decirle al anfitrión, luego de recibir una prenda de ropa interior de las propias manos de Elle McPherson, “¿Por qué? ¡Si eres el único hombre en Inglaterra que no la podrá aprovechar!”. Y de pronto, una carcajada se escapa de entre mis dientes. Aflora. Se suelta. Retumba. Y por un instante, me gusta.

Entonces hago el recuento y concluyo que llevo 5 días sin una carcajada. Quizás tú hayas estado mucho más que ese tiempo sin siquiera sonreír y no te parezca gran cosa. Yo lo he estado. Pero lo que no deja de sorprenderme es la forma en que nuestro sentido del humor quiere fluir, sin siquiera ser llamado. No se trataba de una broma brillante – y tal y como la he trascrito luce peor, lo sé –, y sin embargo allí estaba, la carcajada, flotando extasiada por una situación que habitualmente valdría a lo sumo una sonrisa muy breve.

¿De dónde vino la carcajada, así tan sin previo aviso? A estas alturas se me ocurren dos posibles respuestas:
La primera se relaciona con la necesidad irrestricta de autoengaño que vivimos todos nosotros como humanos que somos. Unos más, otros menos, pero, finalmente, todos. La carcajada vendría a ser, entonces, una expresión de lo que quiero vivir, de cómo me quisiera sentir, y me empuja a creerlo, con tanta seguridad que finalmente terminaré por volverlo realidad. Y entonces recuerdo aquellas teorías sobre la emotividad como respuesta al organismo, muy al contrario de lo que se suele pensar. Porque usualmente decimos “como me siento de determinada manera, me expreso de determinada manera también”. En este caso propondríamos lo contrario: “Como me expreso de determinada manera, debe ser porque me siento de esa manera. Entonces, que así sea.” Lugo, la carcajada fue un intento desesperado por contagiar al organismo entero la idea de una existencia alegra, a pesar de ser artificial. Suena torpe, pero finalmente es funcional.

La segunda se relaciona con la necesidad del organismo por mantener el equilibrio, en la forma más básica, mecánica, homeostática, del término. Así como nos quedamos dormidos tras permanecer mucho tiempo en vigilia, o dejamos todo lo que estamos haciendo por un poco de agua cuando llevamos mucho tiempo con sed, podría ser que, luego de días de no reír, especialmente cuando se está acostumbrado a hacerlo, el cuerpo lo pide, lo exige, lo reclama. Y apenas encuentra la oportunidad, lo hace. Sin pedir permiso, simplemente porque sí. Por eso nos quedamos dormidos en la posición más incómoda. O somos capaces de tomar algo que no elegiríamos si tuviéramos la opción de hacerlo. Y el asiento de un bus destartalado es el lugar más cómodo. Y un poco de limonada tibia y sin azúcar es lo más refrescante. Así, ante una mala broma, nos reímos. A carcajadas. Pero, ¿y después?

Quedémonos con los dos ejemplos previos: Luego de dormir la pequeña siesta, volvemos a la vigilia. Luego de beber algo volvemos a nuestra abstinencia. Al menos hasta llegar a la solución definitiva, que quizás tarde mucho en llegar. Asumo que esta carcajada será igual, y tendrá que terminar muy pronto. Y probablemente deba esperar muchas horas para encontrarme con otra. O hasta que la carcajada me encuentre a mí, porque aún no tengo fuerzas suficientes para salir a buscarla, como podría ser la receta sencilla para solucionar el problema. Así que dejaré esto aquí, y seguiré viendo lo que me queda de programa. Quizás alguna nueva mala broma me haga mantener la esperanza.

26 de marzo de 2008

Materializaciones ingenuas de la esperanza

De pronto el movimiento se organiza, y todos voltean en la misma dirección. Algunos se ponen de pie. Otros, los que nunca se sentaron, avanzan rápidamente. Los rostros cambian de expresión luego de una hora de espera: El avión estaba llegando. Quienes hablaban por teléfono realizando coordinaciones para poder partir por tierra hacia alguna ciudad costera, y desde ahí abordar un vuelo rápido y seguro que no los demore demasiado, hicieron una pausa en sus coordinaciones, o bien colgaron sin esperar que el interlocutor se despida. El avión estaba llegando. Los que prefirieron leer aquello que no podrían hacerlo sino en la tranquilidad de una sala de embarque, cerraron sus libros sin marcar la página en la que se habían quedado, quizás porque la próxima vez que se encuentren en estas condiciones sería necesario volver a empezar el libro. El avión estaba llegando. El sonido tosco y grave se acercaba, se volvía más intenso, se hacía nítido, igual que nuestras esperanzas de olvidar la lluvia intensa que había convertido la pista de aterrizaje en un espejo de agua y las zonas en pendiente cercanas en riachuelos de caudal no despreciable. Pero la lluvia de ese momento ya no era la misma. Se había calmado y se mostraba amistosa. El avión estaba llegando.

Entonces, ante nuestros ojos, aparece el carrito en el que el amable empleado de la aerolínea traía café e infusiones para aliviar, en parte, nuestra espera. El movimiento constante de sus duras ruedas, contra el suelo frío y poco lustroso, generaba un sonido continuo, que se magnificaba por el eco del corredor y el alto techo. En medio de esta caja acústica, habíamos confundido la aproximación del carrito con las turbinas del avión que no llegaba. Entonces, sonrisas. Risas. Miradas cómplices entre desconocidos que buscaban compartir la vergüenza propia con la ajena ante la broma de nuestra cándida esperanza. Pero también desencanto. Fastidio. Decepción. Angustia. Las llamadas en espera continuaron, sin explicar el motivo de la pausa. Y quines colgaron, volvieron a llamar. Quienes leían, buscaban la página en que habían interrumpido su lectura. Los menos, se acercaron al carrito de café, a cobrarse en unos cuantos sorbos, el costo de la esperanza caída.

Minutos más tarde llegaría el anuncio que sabíamos que iba a llegar, pero nos negábamos a creer: El vuelo se había cancelado por condiciones climatológicas. Se iniciaría, entonces, el pesado trámite de recuperar el equipaje, buscar alojamiento, pensar en la utilidad que le daríamos a las horas de espera, hasta la mañana siguiente. La decepción era doble. Quizás si el carrito de café no hubiese llegado, estaríamos más tranquilos, más resignados. Pero el habernos sentido tan cerca de la solución; el haber estado a segundos del desenlace esperado (en realidad inesperado) de partir finalmente, y llegar al destino, y tener una breve e inútil anécdota para contar sobre la tarde que casi no partimos; el haber vivido y expresado un alivio injustificado, no tenía remedio.

Luego, ya en la habitación que me albergaría por una noche en la vida, no pude evitar pensar en cada vez que la esperanza me ha jugado una mala pasada, una broma pesada. Todas aquellas veces en que confundí el buen trabajo con el rendimiento excepcional merecedor a un ascenso y un aumento inmediato. El producto del azar con el beneficio merecido. El protocolo con la gratitud infinita. El aprecio con el amor.

¿Cuál vendría a ser, en estos casos, la función de la esperanza y sus materializaciones inútiles e innecesarias? Si bien es la esperanza la que nos mantiene constantes en el esfuerzo, por el simple hecho de alcanzar aquello que soñamos, ¿Por qué debe llevarnos a confusiones que nos hacen sentir torpes, ingenuos, irremediablemente frágiles? ¿Cuál sería, en estos casos, su justificación adaptativa? ¿Cuál su utilidad? ¿Cuál su beneficio?

Ahora estoy nuevamente en la sala de espera, y reconozco los mismos rostros de ayer, quienes también me reconocen y nos saludamos sin cruzar palabras. Aún no hemos olvidado el episodio de ayer. Se nota. Y es recién ahora, que el cielo se ha despejado y parece que saldrá el sol, que comprendemos que nadie prometió que las esperanzas nunca mentirían, y que, al pagar el costo de creer en el futuro, hay que pagar algunos impuestos, injustificadamente elevados, pero, como tales, obligatorios.

La relativa condición de lo que vivimos

Una gota de lluvia golpea mi hombro, haciendo un ruido seco y luego se desvanece. “Te dije que iba a llover” comenté a mi anfitriona, que acababa de decirme que las nubes negras eran parte del paisaje y que el viento estaba en contra. “Cuestión de suerte” debió haber pensado mientras asentía con la cabeza. “Hace un par de días llovió en Lima, y eran gotas grandes, una lluvia de verdad” comenté para seguir con el tema, mientras más gotas atacaban mi casaca, impermeable sólo en apariencia. Ella sonrió: “¿Lluvia de verdad? ¿En Lima? Allá no llueve de verdad” repuso mientras disfrutaba de mi ingenuidad y mi limitada noción respecto al volumen y la intensidad.


Horas más tarde, en el taller que conducía, una persona se presentó indicando que venía de una ciudad extremadamente cálida y que se estaba tratando de acostumbrar al frío. Los demás participantes rieron. “Pero si no hace frío; espérate y vas a ver”. Un leve temor asomó por sus ojos.

Si esto nos pasa con la lluvia o con el frío, ¿no ocurrirá también con todo aquello que pensamos, percibimos y sentimos? En tanto seres irremediablemente subjetivos, estamos destinados a conocer una sola intensidad para cada evento: La nuestra. Esta simple afirmación permitiría comprender por qué un toque de picante podría resultar imperceptible para algunos, mientras otros catalogarían el plato como incomible. Por qué una película intensa para nosotros podría parecer irremediablemente lenta para otros. Por qué el dolor inmanejable de algunos puede ser ridículo para los demás. Por qué alzar levemente la voz es un grito descarado y grosero para quien recibió esas palabras. Pero, ¿quiénes somos nosotros para cuestionar la intensidad que siente ese otro frente a nosotros? ¿Con qué derecho lo corregimos, lo criticamos, lo convertimos en objeto de nuestras burlas?

Sigue lloviendo. Y desde esta perspectiva, asumiendo que la intensidad es una cualidad única y por tanto intransferible, se nos presentan preguntas aún más complejas: ¿Cómo preguntarle a alguien cuánto se preocupa por nosotros? ¿Cuánto nos quiere? ¿Cuánto nos extraña? ¿Cuánto nos ama? En todo caso, ¿qué respuestas esperamos al respecto? ¿Cuál sería la respuesta satisfactoria? ¿“Lo mismo que tú”?

Pensemos ahora en las etiquetas “suficiente”, “demasiado”, “lo justo y necesario”. Y pensemos si aplican a nuestras expresiones emotivas cargadas de intensidad. Quizás funcionen para nosotros, pero ¿Sirven para transmitir al otro esa misma intensidad, tal cual las percibimos nosotros? ¿Son útiles?

Pensemos entonces, si ante la pregunta de esa persona única, sobre cuánto amor sentimos por ella, es mejor esforzarnos por ser creativos y tratar de acertar con la respuesta esperada, o si, simplemente, valdría la pena tomar su mano y cerrarle los labios con un beso, que no acabe sino hasta que haya desterrado para siempre la pregunta.
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29 de febrero de 2008

Reflexiones ante un espejo (parte 2): Los extraños de nuestras memorias

Llegué a la ciudad el miércoles por la noche. Había sido un viaje corto y tranquilo, salvo por el salto que supone pasar de los 26 a los 11 grados en cuestión de un par de horas. Entonces, llegar al hotel. La misma persona que me había recibido hacía un mes me esperaba. La misma camisa a cuadros y el mismo gesto de cansancio disimulado. Lo saludé con la cortesía de quien vuelve a ver a un extraño que es parte de alguno de nuestros recuerdos. Él respondió con una sonrisa, pero, a diferencia de mi saludo, era una sonrisa estándar, de protocolo. Y luego la misma bienvenida estándar, de protocolo. Y el mismo discurso para el visitante primerizo. Estándar. De protocolo. Simplemente, no me recordaba.

Horas más tarde, en el puesto de cigarrillos camino la zona de los restaurantes de fusión y comida extranjera, la misma pareja de esposos conversaban mientras esperaban clientes para comprar alguna de las más de 30 marcas que tenían a disposición de sus clientes eventuales. La misma pareja que hacía un mes había conversado conmigo, durante veinte minutos, sobre el origen de los cigarros de clavo de olor, que ahora venían en una nueva presentación, sobre los cambios de nacionalidad de producción de algunas marcas, y sobre la calidad de esos cigarrillos que ya no se fabrican más. Me alegré de verlos, de saber que el negocio iba bien, y los saludé con la misma emoción de quien ve luego de un tiempo a un amigo eventual, como sus clientes. Pero ellos tampoco me recordaban. Lo supe cuando repitieron las recomendaciones y los comentarios de la primera vez. Entonces, decidí jugar a construir la misma conversación. Y tuve éxito. O quizás no, dependiendo de cómo lo queramos ver.

Pensemos en dos preguntas sencillas: ¿A cuántos clientes podría atender el recepcionista de un hotel de 25 habitaciones durante un buen mes? ¿A cuántos clientes eventuales podrían atender dos personas en un puesto de cigarrillos de una calle transitada durante un mes? Luego del ejercicio, deberíamos estar preparados ya para las siguientes preguntas: ¿Por qué tendrían que recordar a uno de esos clientes? ¿Y por qué tendrían que recordar su rostro, sus gestos, su ropa, su tono de voz?

Desde nuestra propia perspectiva, miramos ese único contacto como lo que es: un evento irrepetible, posiblemente cargado – en mayor o menor medida – de significados y emociones. Y si lo consideramos como anécdota importante o como definición del entorno de una escena mayor, pues será parte de nuestra memoria. De lo contrario, pasará a convertirse en materia de olvido.

Pero, desde la perspectiva de nuestro recepcionista, o la de nuestra pareja de vendedores, ¿somos parte de un evento irrepetible, o simplemente una iteración más dentro de una rutina inagotable? Asumiéndolo como tal, ¿Cuál sería el motivo que nos daría acceso a una membresía en el club de la memoria, y evitarnos el destierro hacia el campo del olvido? ¿Cómo podríamos habitar nosotros también en sus anécdotas?

Quizás no estemos acostumbrados a la asimetría. Y quizás seamos presas de esa ilusión que nos hace pensar que, como en un espejo, debemos ver en la realidad aquello que nosotros estamos viendo en nosotros mismos. Y entonces, exigir que se nos recuerde. Incluso solicitar que se creen un falso recuerdo con tal de sentir un poco de familiaridad de retorno. O quizás asumamos la sutil tarea, de comprender que lo que hace que un momento sea relevante para mí, puede no serlo para ti. Y lo único en mí es la rutina en ti. Y quizás la rutina en mí sea lo irrepetible en ti. Pero, ¿cómo saberlo, si seguimos definiendo el “tú”, a partir del “yo”?

Mañana saldré temprano, terco, a buscar alguna experiencia irrepetible. Pero no para mí, sino para algún otro, que, con algo de suerte, decidirá guardarme en su memoria, y convertirme en anécdota.

18 de febrero de 2008

Gabriel y las memorias del pasado propio (pero ajeno)

Probablemente nos encontrábamos a 15° C. Para quien no está acostumbrado al frío, por vivir en una ciudad que mezcla el desierto y la humedad, éste era el frío más fuerte que habían podido experimentar. Entonces, Gabriel sale a uno de los múltiples patios de la hacienda que nos albergaría durante ese año nuevo, en busca de algo de madera, paja, hojas y ramas, para poder encender el fuego. Había llegado la hora de los cuentos.

La humedad frustró su plan inicial, pero no a él. Cambiaríamos de escenario: La chimenea de la sala de estar, que originalmente fue caballeriza, sería el espacio elegido por alguien que no fuimos nosotros, para poder dejar en libertad las historias que había heredado de sus padres, quienes habían hecho lo propiode los suyos, y así durante generaciones.

De pronto, el frío ya no se siente más, y el espacio es invadido por míticos personajes, desde el príncipe que se convirtió en paloma junto a su amada para poder vivir juntos en algún lugar del cielo, hasta el ingenuo guardia que intentó demostrar a su compañero que su señor era un dios clavándole una flecha en el centro del pecho, como muestra de su inmortalidad (teoría desbaratada tras la muerte del noble, por supuesto).

A Gabriel no se le acaban las historias. Por el contrario: Cada una de ellas trae una nueva a la memoria, que es de sus antepasados pero que en realidad siente como propia, tanto que habla en primera persona del plural cuando se refiere a la casta de antiguos guerreros y agricultores que habitaban el valle, los Taramas.

Y siguen las leyendas, haciéndonos pensar que en realidad estamos sentados sobre tierras mágicas, y que dormiremos esta noche sobre la espalda de alguna mujer que lloró el abandono hasta volverse río, o un hombre que se escondió tan bien de sus enemigos que se quedó para siempre en su disfraz. Y trataremos, más tarde, entre la envidia y la vergüenza, de encontrar dentro de nuestras propias historias familiares, alguna que sea digna de ser narrada frente al fuego de una chimenea.

Y es que quizás no descendamos de algún chamán o cacique. Quizás no hayamos heredado algún tesoro escondido entre los cerros, o el poder de escuchar hablar a los ríos. Pero, ¿estamos seguros de no tener una verdadera historia para contar? ¿Es que nuestros padres, y nuestros abuelos, no nos llenaron de historias que, sin ser del todo ciertas, nos hicieron sentir parte de algo importante, al menos durante algunos minutos? ¿Qué pasó con esas historias? ¿A dónde fueron? Quizás por ello es que no tenemos una tradición oral como la tuvieron los abuelos de nuestros abuelos. O quizás no la tenemos, simplemente, porque creemos que no la necesitamos. Pero déjame proponerte algo: Busca esa pequeña gran historia que te apasionó cuando aún no cambiabas de voz o pensabas en tener tu propia familia, vístela de gala, y regálasela a alguien. Quizás Gabriel, tú y yo, a fin de cuentas, tengamos algo en común: Esa misma memoria, propia pero ajena, de lo que nos hace ser quienes somos.