28 de febrero de 2009

Del por qué somos transeúntes y otros menesteres de la ruta (parte 3)

De la marcha incesante que no es resignación

Imaginemos ahora que en realidad no tenemos un lugar donde vivir. Que hemos sido desterrados por algún delito que no comprendemos bien, y recordamos peor, por el que hemos sido condenados a vagar sin remedio. Y allí estamos. Sin pertenencias, resignados a transitar sin rumbo hasta el fin de nuestros días. Asi estaba escrito, y así habrá de ser. ¿No resulta curioso el determinismo en estos términos?

Ahora pensemos en una buena causa. En un deseo honesto. En la consumación de una intención elevada. Y escuchemos de pronto una voz que viene de dentro de nosotros mismos y nos dice: "He escuchado tus deseos, y los obtendrás, pero sólo si te echas a andar sin retorno, y no te detienes jamás."

¿Y el cansancio qué? ¿Y la ruta desconocida qué? ¿Y los peligros de la noche qué? Es aquí en que decidimos dar el primer paso. Hacia la ruta, o hacia el lugar donde recibimos por primera vez la oferta, para saber si sigue en pie. Y somos nosotros quienes elegimos.

No obstante, en realidad no hay premio al fin. Quizás ni siquiera haya fin. Y tampoco estemos obligados a buscarlo. ¿Sigue valiendo la pena? ¿O es necesario pensar de todos modos en el final por el que el sacrificio valdrá la pena? Es importante contestar a estas preguntas, pues de lo contrario, en algún momento, podríamos sentirnos tentados a cambiar de naturaleza, y querer tomar a alguien en la ruta, atarlo a nuestra muñeca, y luego, llevarlo hasta una zona sin tráfico, y construir una casa. La casa tendrá un jardín. El jardín tendrá arbustos. Los arbustos, flores. Y las flores una vida transitoria, modesta pero admirable, a la que preferiremos ignorar, para no recordar que estamos dejando de lado nuestra esencia a cambio de dulces raíces, fuertes pero temporales. Y peor aún, nos recordará que, indefectiblemente, habremos de volver a caminar.

La resignación del transeúnte no es resignación. Y si lo es, entonces no es transeúnte.

Del por qué somos transeúntes y otros menesteres de la ruta (parte 2)

La dinámica espacio - temporal del transeúnte
Una de las variables curiosas que definen al transeúnte es la pecular forma en que vive los conceptos de tiempo y espacio. Si retomamos el discurso previo (con las disculpas del caso por la demora y el agradecimiento a quien recordó la deuda pendiente) recordaremos que el transeúnte lo es en tanto reconozca su naturaleza transitoria y transitable en medio de una serie de rutas que se entrecruzan, entremezclan o superponen.
En este contexto, la experiencia del transeúnte se compone de cada uno de los recuerdos que posee, de coincidencia o paralelismo en la ruta, con otro de su especie. Siendo así, ¿qué podemos decir respecto al tiempo que el transeúnte deambula en completa soledad? ¿está él ahí si es que no está para nadie?

Estar para alguien. O para algo. Ese es el mandato habitual, la convención irrefutable. Debes estar de pie para que tus padres aplaudan. Luego deberás estar antes de las 3.00 a.m. para que no se preocupen (o no te castiguen. O ambas). Luego deberás estar a tiempo para que él o ella no se cansen de esperarte; y deberás estar bien despierto para que otro no se lleve lo tuyo. ¿Y qué sucede con el simple hecho de estar por estar?¿Y el no estar por no estar? ¿Qué sucede cuando no hay nadie a quién dar explicaciones? ¿Cuando no hay a quién responder? ¿Cuando no hay a quién despertar? Quizás el transeúnte no esté. Y sea sólo eso.

Recuerdo claramente cuando mamá me contaba de pequeño sobre los barcos que desaparecían en el Triángulo de las Bermudas y cómo, años más tarde, sus tripulantes reaparecían, sin comprender dónde estuvieron, ni por cuánto tiempo. ¿Y es que no nos pasa a todos lo mismo cuando decidimos, simplemente, dejar de estar? Tal vez la única condición adicional sea que nosotros lo hacemos posible, y no un error o un fenómeno inexplicable, o un (des)afortunado accidente.

Luego, el espacio que define el mundo del transeúnte es el que sus pies sean capaces de reconocer.

¿Y qué decir del tiempo? El tiempo para el transeúnte sigue una lógica distinta. Y es que el tiempo supone, desde la dinámica de la ruta, una intensidad impregnada de subjetividad. Como los recuerdos (que son el recorrido) no se expresan en minutos (ni en Kbs, ni en amperios, ni en kph) no tiene sentido tratar de cuantificarlos a través de un reloj. En este caso, la medida del tiempo es la intensidad de la vivencia. Como tal, un recuerdo tenue ocupará un destello minúsculo en la memoria, aunque, para el tiempo vulgar haya durado varios años. En cambio, un contacto intenso, de unos pocos segundos, podría volverse tema recurrente, que abarque la vida entera, y aún así, no llegue a terminar. De esta manera, las conversaciones irrelevantes de un compañero de ruta incidental, que fue con nosotros camino al colegio durante siete años, serán segundos al lado de la primera lluvia con truenos, del primer roce de la piel preciada, del último beso antes de abandonar la idea de poder tener una casa y compartirla. Y el recuerdo habrá de repetirse, hasta el cansancio, o extenderse hasta sacarnos de la conexión (denominada realidad) por horas completas. ¿Pocos segundos durarán entonces media vida? ¿Y por qué no?

El tiempo de la memoria posee sus propias equivalencias, únicas e irreproducibles.