Imaginemos ahora que en realidad no tenemos un lugar donde vivir. Que hemos sido desterrados por algún delito que no comprendemos bien, y recordamos peor, por el que hemos sido condenados a vagar sin remedio. Y allí estamos. Sin pertenencias, resignados a transitar sin rumbo hasta el fin de nuestros días. Asi estaba escrito, y así habrá de ser. ¿No resulta curioso el determinismo en estos términos?
Ahora pensemos en una buena causa. En un deseo honesto. En la consumación de una intención elevada. Y escuchemos de pronto una voz que viene de dentro de nosotros mismos y nos dice: "He escuchado tus deseos, y los obtendrás, pero sólo si te echas a andar sin retorno, y no te detienes jamás."
¿Y el cansancio qué? ¿Y la ruta desconocida qué? ¿Y los peligros de la noche qué? Es aquí en que decidimos dar el primer paso. Hacia la ruta, o hacia el lugar donde recibimos por primera vez la oferta, para saber si sigue en pie. Y somos nosotros quienes elegimos.
No obstante, en realidad no hay premio al fin. Quizás ni siquiera haya fin. Y tampoco estemos obligados a buscarlo. ¿Sigue valiendo la pena? ¿O es necesario pensar de todos modos en el final por el que el sacrificio valdrá la pena? Es importante contestar a estas preguntas, pues de lo contrario, en algún momento, podríamos sentirnos tentados a cambiar de naturaleza, y querer tomar a alguien en la ruta, atarlo a nuestra muñeca, y luego, llevarlo hasta una zona sin tráfico, y construir una casa. La casa tendrá un jardín. El jardín tendrá arbustos. Los arbustos, flores. Y las flores una vida transitoria, modesta pero admirable, a la que preferiremos ignorar, para no recordar que estamos dejando de lado nuestra esencia a cambio de dulces raíces, fuertes pero temporales. Y peor aún, nos recordará que, indefectiblemente, habremos de volver a caminar.
La resignación del transeúnte no es resignación. Y si lo es, entonces no es transeúnte.