18 de febrero de 2008

Gabriel y las memorias del pasado propio (pero ajeno)

Probablemente nos encontrábamos a 15° C. Para quien no está acostumbrado al frío, por vivir en una ciudad que mezcla el desierto y la humedad, éste era el frío más fuerte que habían podido experimentar. Entonces, Gabriel sale a uno de los múltiples patios de la hacienda que nos albergaría durante ese año nuevo, en busca de algo de madera, paja, hojas y ramas, para poder encender el fuego. Había llegado la hora de los cuentos.

La humedad frustró su plan inicial, pero no a él. Cambiaríamos de escenario: La chimenea de la sala de estar, que originalmente fue caballeriza, sería el espacio elegido por alguien que no fuimos nosotros, para poder dejar en libertad las historias que había heredado de sus padres, quienes habían hecho lo propiode los suyos, y así durante generaciones.

De pronto, el frío ya no se siente más, y el espacio es invadido por míticos personajes, desde el príncipe que se convirtió en paloma junto a su amada para poder vivir juntos en algún lugar del cielo, hasta el ingenuo guardia que intentó demostrar a su compañero que su señor era un dios clavándole una flecha en el centro del pecho, como muestra de su inmortalidad (teoría desbaratada tras la muerte del noble, por supuesto).

A Gabriel no se le acaban las historias. Por el contrario: Cada una de ellas trae una nueva a la memoria, que es de sus antepasados pero que en realidad siente como propia, tanto que habla en primera persona del plural cuando se refiere a la casta de antiguos guerreros y agricultores que habitaban el valle, los Taramas.

Y siguen las leyendas, haciéndonos pensar que en realidad estamos sentados sobre tierras mágicas, y que dormiremos esta noche sobre la espalda de alguna mujer que lloró el abandono hasta volverse río, o un hombre que se escondió tan bien de sus enemigos que se quedó para siempre en su disfraz. Y trataremos, más tarde, entre la envidia y la vergüenza, de encontrar dentro de nuestras propias historias familiares, alguna que sea digna de ser narrada frente al fuego de una chimenea.

Y es que quizás no descendamos de algún chamán o cacique. Quizás no hayamos heredado algún tesoro escondido entre los cerros, o el poder de escuchar hablar a los ríos. Pero, ¿estamos seguros de no tener una verdadera historia para contar? ¿Es que nuestros padres, y nuestros abuelos, no nos llenaron de historias que, sin ser del todo ciertas, nos hicieron sentir parte de algo importante, al menos durante algunos minutos? ¿Qué pasó con esas historias? ¿A dónde fueron? Quizás por ello es que no tenemos una tradición oral como la tuvieron los abuelos de nuestros abuelos. O quizás no la tenemos, simplemente, porque creemos que no la necesitamos. Pero déjame proponerte algo: Busca esa pequeña gran historia que te apasionó cuando aún no cambiabas de voz o pensabas en tener tu propia familia, vístela de gala, y regálasela a alguien. Quizás Gabriel, tú y yo, a fin de cuentas, tengamos algo en común: Esa misma memoria, propia pero ajena, de lo que nos hace ser quienes somos.

No hay comentarios: