
Entonces, ante nuestros ojos, aparece el carrito en el que el amable empleado de la aerolínea traía café e infusiones para aliviar, en parte, nuestra espera. El movimiento constante de sus duras ruedas, contra el suelo frío y poco lustroso, generaba un sonido continuo, que se magnificaba por el eco del corredor y el alto techo. En medio de esta caja acústica, habíamos confundido la aproximación del carrito con las turbinas del avión que no llegaba. Entonces, sonrisas. Risas. Miradas cómplices entre desconocidos que buscaban compartir la vergüenza propia con la ajena ante la broma de nuestra cándida esperanza. Pero también desencanto. Fastidio. Decepción. Angustia. Las llamadas en espera continuaron, sin explicar el motivo de la pausa. Y quines colgaron, volvieron a llamar. Quienes leían, buscaban la página en que habían interrumpido su lectura. Los menos, se acercaron al carrito de café, a cobrarse en unos cuantos sorbos, el costo de la esperanza caída.
Minutos más tarde llegaría el anuncio que sabíamos que iba a llegar, pero nos negábamos a creer: El vuelo se había cancelado por condiciones climatológicas. Se iniciaría, entonces, el pesado trámite de recuperar el equipaje, buscar alojamiento, pensar en la utilidad que le daríamos a las horas de espera, hasta la mañana siguiente. La decepción era doble. Quizás si el carrito de café no hubiese llegado, estaríamos más tranquilos, más resignados. Pero el habernos sentido tan cerca de la solución; el haber estado a segundos del desenlace esperado (en realidad inesperado) de partir finalmente, y llegar al destino, y tener una breve e inútil anécdota para contar sobre la tarde que casi no partimos; el haber vivido y expresado un alivio injustificado, no tenía remedio.
Luego, ya en la habitación que me albergaría por una noche en la vida, no pude evitar pensar en cada vez que la esperanza me ha jugado una mala pasada, una broma pesada. Todas aquellas veces en que confundí el buen trabajo con el rendimiento excepcional merecedor a un ascenso y un aumento inmediato. El producto del azar con el beneficio merecido. El protocolo con la gratitud infinita. El aprecio con el amor.
¿Cuál vendría a ser, en estos casos, la función de la esperanza y sus materializaciones inútiles e innecesarias? Si bien es la esperanza la que nos mantiene constantes en el esfuerzo, por el simple hecho de alcanzar aquello que soñamos, ¿Por qué debe llevarnos a confusiones que nos hacen sentir torpes, ingenuos, irremediablemente frágiles? ¿Cuál sería, en estos casos, su justificación adaptativa? ¿Cuál su utilidad? ¿Cuál su beneficio?
