
Horas más tarde, en el taller que conducía, una persona se presentó indicando que venía de una ciudad extremadamente cálida y que se estaba tratando de acostumbrar al frío. Los demás participantes rieron. “Pero si no hace frío; espérate y vas a ver”. Un leve temor asomó por sus ojos.
Si esto nos pasa con la lluvia o con el frío, ¿no ocurrirá también con todo aquello que pensamos, percibimos y sentimos? En tanto seres irremediablemente subjetivos, estamos destinados a conocer una sola intensidad para cada evento: La nuestra. Esta simple afirmación permitiría comprender por qué un toque de picante podría resultar imperceptible para algunos, mientras otros catalogarían el plato como incomible. Por qué una película intensa para nosotros podría parecer irremediablemente lenta para otros. Por qué el dolor inmanejable de algunos puede ser ridículo para los demás. Por qué alzar levemente la voz es un grito descarado y grosero para quien recibió esas palabras. Pero, ¿quiénes somos nosotros para cuestionar la intensidad que siente ese otro frente a nosotros? ¿Con qué derecho lo corregimos, lo criticamos, lo convertimos en objeto de nuestras burlas?
Sigue lloviendo. Y desde esta perspectiva, asumiendo que la intensidad es una cualidad única y por tanto intransferible, se nos presentan preguntas aún más complejas: ¿Cómo preguntarle a alguien cuánto se preocupa por nosotros? ¿Cuánto nos quiere? ¿Cuánto nos extraña? ¿Cuánto nos ama? En todo caso, ¿qué respuestas esperamos al respecto? ¿Cuál sería la respuesta satisfactoria? ¿“Lo mismo que tú”?

Pensemos entonces, si ante la pregunta de esa persona única, sobre cuánto amor sentimos por ella, es mejor esforzarnos por ser creativos y tratar de acertar con la respuesta esperada, o si, simplemente, valdría la pena tomar su mano y cerrarle los labios con un beso, que no acabe sino hasta que haya desterrado para siempre la pregunta.
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