Caminando entre vendedores de artesanías me encontré con un taller, el único en la zona, donde un pintor trabajaba con dedicación dos lienzos al mismo tiempo (aunque, para ser honestos, uno de ellos estaba secando y nunca lo tocó). Los años me han enseñado a reconocer al artista y distinguirlo del copista por necesidad, que (re)produce en serie y sin mayor gesto. Don Leoncio era de los primero, una especie que daba por extinta en este tipo de lugares. Así que, con curiosidad de transeúnte, empecé a conversar con él.
Media hora más tarde, minutos más, minutos menos, y luego de hablar de la técnica y los materiales, empezó a contarme su dilema, que era justo la raíz de mi curiosidad: Pertenecer a esa primera especie.
Le preocupaba que sus "vecinos" vendan indistintamente objetos de diferentes culturas, y que les diese igual si era una cerámica de Chulucanas o un tapiz con las líneas de Nazca. "Eso no es nuestro. No es de aquí. El turista va a pensar que todos somos lo mismo. Y eso no es cierto."
La preocupación de Leoncio era también la mía (trasladada a mi modesta realidad, claro). Aunque nunca la sentí tan viva como él. Leoncio podría estar replicando escenas de otras regiones, y daría lo mismo pintar con su destreza una panorámica de Machu Picchu o una escena de pesca en caballitos de totora. Pero no. Y en sus obras - hechas sobre lienzo grueso o madera de eucalipto, el árbol que crece en los territorios que rodean su ciudad - trata de reflejar escenas que son sólo suyas, y de sus "vecinos".
"Esta vestimenta sólo la ves aquí (señalándome la pintura de dos campesinos caminando con sus bultos). Y esta mirada es nuestra (mostrando la imagen de una niña tan bien pintada que sentí la fuerza de sus ojos, desconfiando del transeúnte extraño que mira sin respeto)."

Me despido y regreso a la plaza con todas mis preguntas, y el extraño propósito de firmar mis obras, no como muestra de pertenencia, sino de identidad.
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